Vivían una locura carnal

02/01/2016 10:31 Actualizada 10:31
 

Todos tachaban de loco a Benjamín Berrugandi, un solitario agente de protección civil, dedicado día y noche a la prevención de riesgos y catástrofes. 

Todos pensaban que Berrugundi era un solterón que vivía con su madre, que los domingos se dedicaba a lavar la ropa. Y todo eso era cierto. Pero nadie sabía que Benjamín era un estratega magistral y que gracias a él la Ciudad de México llevaba varios años sin sufrir ninguna catástrofe de importancia.

Gracias a él, se evitaron seis inundaciones mortales, daños por explosiones de gas, incendios que pudieron consumir colonias enteras. Y todo porque una vez que Benjamín tomaba control de una situación no había nada que se le escapara.

 Era especialista en explosivos, primeros auxilios, venenos, comportamiento destructivo del fuego, del viento y del agua, topología, vehículos pesados y una serie de habilidades secretas que nadie entendía de dónde provenían. 

Así que cuando le avisaron que había una epidemia de insectos que causaban una especie de locura sexual temporal con su picadura, Benjamín se puso su chaleco anaranjado y subió a su vehículo que cruzó la ciudad iluminando la oscuridad con su sirena amarilla. 

Cuando llegó al Condominio Horizontal no esperó a los refuerzos de control de plagas, una corporación llena de sujetos perezosos sin respeto por la vida animal. En la experiencia de Benjamín, siempre que había problemas con un animal suelto era culpa de un humano irresponsable.

En el Condominio todo era oscuridad y silencio. Benjamín entró, sigiloso, atento al zumbido de alguna mosca o al movimiento típico de los enjambres. Pero nada. Sólo escuchaba aquí y allá algunos gemidos, algunos estertores de placer que provenían del interior de las casas. Contrario a su costumbre, se acercó a una ventana para ver si averiguaba algo. Lo que vio lo dejó frío. O, mejor dicho, caliente. Ahí dentro ocurría algo espectacular. Una mujer rubia, desnuda, se pellizcaba los pezones mientras un hombre, debajo de ella, la penetraba duro, una y otra vez, sin mostrar el menor signo de agotamiento. El rostro del hombre, a su vez, estaba hundido entre las piernas bien dotadas de una morena que se retorcía de placer mientras, a su vez, tenía tremendo el pedazo de carne hasta la garganta de un hombre musculoso que ponía los ojos en blanco cada que la morena hacía como que se tragaba el miembro enorme. Y por último, esta cadena prodigiosa terminaba con el hombre musculoso chupando las deliciosas tetas de una mujer delgada que recibía tremendos empellones de un tercer hombre, bajito pero corpulento, que la penetraba con una sonrisa en la boca.

Escenas como ésta, dignas de la mejor película para adultos, ocurrían en muchas casas del condominio. A veces eran orgías enteras, de diez o doce personas interconectada de alguna manera, a veces grupos más compactos de tres o cuatro en posiciones imposibles, ejecutando dobles penetraciones, felaciones triples o de plano entrando y saliendo de una fila de miembros puestos en fila india sobre el piso. 

Benjamín trató de analizar la situación con la cabeza en su sitio, pero estaba muy excitado para pensar. Así que se alejó y se metió al parque de pasamanos para estar a solas con sus pensamientos y decidir, en primer lugar, si lo que estaba ocurriendo era peligroso o no y si tenía que ver con la plaga de moscas que, hasta ahora, no veía por ninguna parte.

Entonces lo vio. Ahí, tumbado sobre la hierba, un hombre de edad avanzada, casi moribundo, exhausto, parecía como si algo le hubiera chupado toda su energía vital, la piel quebradiza y pálida, quejándose. La verdad es que parecía un zombi, al menos como los que salían en la televisión. Y lo peor es que, con sus pocas fuerzas, estaba tratando de sujetar a Benjamín con unas malas intenciones evidentes. 

—Ven, ven, voy a hacerte feliz, te voy a dar placer —le decía el pobre hombre quien, era obvio, ya no podía distinguir entre una mujer, un hombre y un perro. 

Así que Benjamín se dio cuenta de algo: todas las personas que había visto en el condominio sufrían el mismo mal que este hombre, seguramente las moscas los habían picado y ahora eran víctimas de un deseo sexual descontrolado. 

Y tenía una teoría más: las moscas, con sus ciclos de vida cortísimos, ya habían dejado su legado en estas personas. Y era verdad. Bajo sus pies, había cientos de cadáveres de los pequeños insectos. ¿Cómo se contagiará esta enfermedad, ahora que las moscas han muerto?, pensó Benjamín. 

Pero al ver a una joven pareja follando como locos al pie de un árbol cercano, supo la respuesta.

Escenas como ésta, dignas de la mejor película para adultos, ocurrían en muchas casas del condominio.

 

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