EL OBJETO DEL DESEO: “Nos amamos al ritmo de las olas”

20/01/2016 05:00 Anahita Actualizada 13:27
 
“Cínico y tendido en la arena con sus piernas remojadas enmarcando su erección, no me dio otra alternativa que clavarme sobre él e imitar al mar en su vaivén”
 
La cama no nos había sido suficiente. Con todo y esas sexys sábanas de algodón recién planchadas con aroma a hierbas frescas, afuera, del otro lado del ventanal, había una extensa playa que invitaba a alborotarla como esas olas que habían sonorizado nuestro sueño, dos nocturnos y un rico mañanero.
 
El aire húmedo que se coló por los cristales sopló en mi espalda cuando, montada en ‘J’, lo hicimos en la madrugada; la curiosidad por tener sexo más allá de las paredes de carrizo frente al mar me incitó a cabalgar más intensamente con sólo imaginarlo.
 
Por la mañana, entre un sorbo de café y sus ojos negros, mientras él hojeaba su periódico, una ansiedad casi frenética me tomó por sorpresa y fantaseé que cogíamos sobre la arena.
 
No nos quedaríamos con las ganas. Después de un coqueteo escondido entre los puestos de recuerditos rubricados con “Sólo Veracruz es bello”, ropa típica y el pareo que me cubría desde mis nalgas hasta las piernas, casi sacando chispas por los roces espontáneos, nos apresuramos al hotel al caer la tarde sensualmente, al igual que un vestido de oro que se desliza por el cuerpo de la noche para mostrar su piel oscura como la dermis de mi amante que, paso a paso, se erizaba por mi toque insistente que le pedía que me hiciera suya. 
 
Era el momento para empezar con las fricciones en el cuarto y humedecernos de calores como preámbulo de lo que necesitábamos apaciguar, lo que nos urgía complacer.
 
Y con caricias, mordiscos, escarceos genitales sobre las ropas ligeras y apretujones con manos impulsivas, como en un faje delirante, así preparábamos los cuerpos para agarrar valor, más lujuria y lanzarnos a los brazos de la madrugada allá fuera.
 
Impacientes, salimos del recinto para adentrarnos en esa negrura bordada de playa y las rocas fueron cómplices para deshacernos de las vaporosas telas sin que nadie fuera testigo del encuentro.
 
Mi pareo y ambos trajes de baño eran puros vestigios del recato que aparentamos en las tiendas de souvenirs, y vestidos de luna, fuimos criaturas que sólo intentaban saciar intranquilidades y calmar el frenetismo por sabernos primitivos. 
 
La arena colindada de mar y piedras se convirtió en el lecho que tanto deseábamos revolcar; su toque áspero erosionaba las pieles y la conciencia, que poco le importaba, sino al contrario, pues nos provocaba un delicado sadismo que enardecía la afrenta erótica.
 
Su piel cubierta con el agua que invadía y se alejaba una y otra vez, la lustraba de forma exótica, dejando un tinte tornasol que me incitaba a lamerla.
 
Desnudo, cínico y tendido en la arena con las manos enlazadas como almohada y sus piernas remojadas por la espuma, enmarcando su erección, no me dio otra alternativa que clavarme sobre él e imitar al mar en su vaivén.
 
Entonces, sus brazos se extendieron hacia mí y me atraparon para volvernos uno, mientras se afianzaban nuestras partes; lo que su lengua, dientes y labios hacían con los míos rompía toda regla de un beso convencional.
 
Parecía que nuestras bocas eran sexos en la felación, en profundas penetraciones, en orales incansables como si de un momento a otro a cualquiera de nosotros nos fuera a llevar la marea para no volver jamás. 
 
Así fue como, a la luz de la Luna costeña, la noche maduraba y las olas nos hipnotizaban en la atrevida contienda. Y si nos vieron, ni enterados, pues nos distrajimos en ese embeleso de uno por el otro, el cual terminó en un orgasmo que rompió nuestros vientres para luego hacerse a la mar e ir a provocar a otros amantes.
 
El toque áspero de la arena erosionaba las pieles, provocando un delicado sadismo que enardecía la afrenta sexual

 

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