El mensaje de texto era claro: “No puedo evitar alucinar con tu melena que es fragante marea de tórrida negrura”. Sí, ‘E’ era poeta y se le daba fulminar con las palabras, despiadado, disparando a bocajarro; sólo bastó su magia verbal para que, al llegar a mi casa, me muriera de ganas por ponerme tan cómoda como la que espera a un viril y hambriento viajero para darle de comer. Me quité el vestido, me quedé en ropa interior, alboroté mi pelo y fui a servirme un vaso de ginebra, prendí la tele y subí el volumen en un canal de películas viejas para sonorizar el idílico encuentro conmigo y mi cuerpo, que estaba inquieto por estremecerse sobre la cama que en la mañana había dejado sin tender.
Los valles que formaban las cobijas me llamaban; marcadas marejadas se crearían al deslizarme sobre ellas. Con movimientos delicados, subí y clavé en el colchón una rodilla, que resbaló hacia un costado para dejar que mi pubis reposara, sin querer, en un bultito de tela…
Volví a sacudir mi cabellera, dejé que cubriera mi cara y así recibí el aroma en el que, por primera vez, mi poeta se hundió cuando me tomó por detrás en un abrazo al llegar a la cita que teníamos con Chaplin en la Cineteca Nacional.
Vanidosa, ahora sí creí en su veneración por mi accesorio consentido.
Entonces, recordé sus palabras escritas de esa tarde.
Ya desnuda por completo, me aferré a las mantas revolcadas por mis piernas, que impulsaban el resto del cuerpo para comenzar el placer previo al orgasmo; me abracé a la almohada mientras invocaba su nombre y mi bajo vientre no dejaba de chocar, de restregarse, pensando que en algún momento se oiría el cerrojo que abriría la llave que deliberadamente dejé en la bolsa de su chamarra de cuero en su visita anterior. Contuve el clímax; “un poco más”, pensaba, al tiempo que su poesía se repetía en mi cabeza y hacía que mi vagina punzara cada vez con más fuerza…
Qué dimensión habrá tenido mi trance que, cuando menos lo esperé, escuché la hebilla de un cinturón cayendo al suelo con todo y pantalón; me volteé boca arriba, jadeante me incorporé sobre mis codos con las piernas abiertas y ya venía hacia mí, ansioso, sediento… Mi lubricación perlando mi vello le dio de beber.
A ‘E’ le gustaba que, tendido en la cama, comenzará a repasar su cuerpo con mi cabello recién lavadito. El contacto del agua le enchinaba la piel y su pene se erguía, iniciando el ritual como limpia esotérica, casi tántrica, decía. Frente a tanta belleza de su torso caliente y bíceps bien firmes, yo no podía más que deslizarme hacia su falo y empezaba a lamerlo, mientras mi pelo goteaba en las sábanas, al igual que mi sexo. Una fluorescente vena azul que relampagueaba en su brazo izquierdo me invitaba a comerlo también.
En la contienda, los sudores se mezclaban con el agua perfumada y refrescaban los sentidos, que se evaporaban de tanto calor, al tiempo que mi pelo se agitaba como nuestra respiración; era una sola como los gemidos.
Me fascinaba que me pusiera en cuatro y se aferrara a mi crin con una mano y a mi cadera con la otra al penetrarme, controlando la acción.
Después, recostados frente a frente, al tiempo que pasaba sus dedos por mi pelo descubriendo mi cara, platicaba aventuras y se acercaba a mi boca sin dejar de mezclar mi melena. Una madrugada me preguntó: “¿Te atreverías a regalarme un trocito de tu noche?”
La última mañana en la que estuvimos juntos, me levanté sigilosa, me alisté para salir y al terminar, me dirigí a la sala y abrí un cajón con cuidado de no despertarlo, tomé unas tijeras y en el baño, frente al espejo, metí la mano en mi cabello y corté gustosa, aunque nostálgica, un sustancioso mechón; lo guardé en un pequeño saco de terciopelo azul oscuro e incluí un recadito: “Te convido de mi noche. Ojalá que regreses cuando crezca mi marea”.