SIN CLÓSET: El reencuentro

02/10/2015 05:30 Raúl Piña Actualizada 14:57
 
Después de una aburridísima conferencia llena de hipsters presuntuosos y dizque muy conocedores y donde el expositor hablaba de su intento de modificar el arte con fotos de famosos insertadas en frutas y fierros oxidados simulando el marco de la obra que nos regala, decidí meterme al primer barecito cercano a empujarme una ‘chela’ para relajarme y entender su muy luchona propuesta.
 
De pronto, escucho una voz detrás de mí que dice: ”Vaya, en tantos años no cambias de marca de cerveza”.
 
Frente a mí y jalando una silla para sentarse en mi mesa está Vinicio.
 
“Hola —le digo casi como un susurro— qué gusto verte”.
 
Ha pasado tanto tiempo desde aquel adiós que por mucho pasa de la mayoría de edad.
 
El corazón se acelera, las manos no encuentran lugar y las palabras parecen abandonarme de pronto.
 
Vinicio es el gran amor de mi vida. El hombre que más he querido. El que con sus sonrisas, sus abrazos, sus besos y su inmensa ternura, me llevó de la mano y trazó junto conmigo las rutas de pasión que tantas veces recorrimos juntos.
 
Los ojos de ambos se encuentran y parecen contarse historias. Muchas y muy intensas.
 
Las típicas preguntas de ‘¿cómo estás, qué es de tu vida, qué has hecho, cómo te va?’ fluyen y parecen evaporarse así como son ejecutadas las rápidas y esperadas respuestas.
 
Nos conocimos cuando éramos veinteañeros, éramos muy chavos y llenos de planes. De sueños. De hambre de vivir y de comernos el mundo a puñados. Éramos dos jovenzuelos muy enamorados. Creo que aún lo estamos.
 
Él estudiaba etnohistoria en la ENAH (Escuela Nacional de Antropología e Historia) y yo, ciencias de la comunicación en la UNAM.
 
Nuestra relación duró un poco más de dos años —casi al final de nuestras carreras universitarias— y era muy divertida. Nos sentábamos en las bancas del centro de Coyoacán a mirar a la gente pasar, a comer elotes con mayonesa y a tocarnos la cara suavemente y sin importar las miradas de los que caminaban por ahí. Eramos atrevidos en los tiempos en que demostrarse amor —de dos hombres— en público, no era tan aceptado como ahora.
 
Me invitaba de su helado —siempre de pistache— y cuando lo iba a probar, me lo embarraba en los labios, para después limpiarlos con su boca que, aunque fría por la nieve, sabía a gloria y a pasión.
 
Esa que sólo se transmite cuando amas demasiado.
 
Muchas veces nos dolieron los pies de tanto caminar. Por el Zócalo, por el Museo del Chopo, por Bellas Artes, por Tlalpan, por Xochimilco. Con él descubrí la magia de los templos prehispánicos, de los edificios coloniales, de las muchas lenguas que se hablan en el país, de las luchas por la igualdad y la justicia, del enigma de los ojos de la Virgen de Guadalupe, de cómo se perdieron los territorios del norte —ahora de los gringos—, de cómo debemos amar y respetar a nuestra gente, a nuestra Constitución y a nuestra patria.
 
Ese día, en el bar, le dije lo mucho que le agradezco su grandeza como persona y lo mucho que admiro su enorme conocimiento y su amor por México.
 
Él me dijo que conmigo había aprendido a reír mucho. A gozar la vida, a no tener miedo a hablar con la gente y a hacer nuevos y grandes amigos.
 
La última vez que nos vimos y que decidimos terminar nuestra relación fue en una banca frente al Ángel de la Independencia.
 
Lo vi nervioso y él a mí. Teníamos algo que decirnos. Uno de los dos tenía que comenzar a hablar.
 
Fue él.
Nos amábamos más que nunca. Nos entendíamos más que nadie. Teníamos miedo de decir adiós.
 
A Vinicio le ofrecían la oportunidad más grande de su formación como profesionista. Estudiar en Francia con una beca por tres años.
 
A mí me ofrecían irme a Puerto Vallarta como publirrelacionista, en una cadena hotelera muy importante.
 
Ninguno de los dos iba a interferir en el futuro del otro y, con enorme respeto, deseábamos lo mejor para cada uno.
 
El abrazo fue largo. Muy largo. Las lágrimas no paraban y los buenos deseos no cesaban.
 
El reencuentro fue muy emotivo y lleno de anécdotas, de muchas risas y de una gran felicidad al vernos, quizás con unas arrugas más, unos kilos extra y con la tranquilidad emocional que da el tiempo.
 
El abrazo largo se repitió, pero esta vez el adiós fue para siempre. 
 
Al subirme al taxi, no pude evitar unas cuantas lágrimas mezcladas con una sonrisilla de felicidad.
 
De esa, de la buena.
 
Después de preguntarme un par de veces mi destino, el conductor volteó hacia mi al asiento trasero y me dijo: “Joven… joven, ¿sí sabe para dónde va?”. Y le dije: “Sí señor, esta vez sí sé para dónde voy”. 
 
 
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