Detrás del Balón

ENTREVISTA: Michael Arroyo y su 'hijo' adoptivo Brayan López

Brayan López Laboriel robó para comer y emigró sin papeles a México; gracias al ecuatoriano Michael Arroyo, ve posible su sueño de ser jugador profesional

(Foto: Archivo El Gráfico)

(Foto: Archivo El Gráfico)

Deportes 19/01/2017 13:21 Gabriela Sánchez Actualizada 13:11
 

Brayan López Laboriel pasó 18 de sus 22 años sintiendo la totalidad del hambre, robando para comer, vendiendo droga en Sangrelaya Colón, pueblo hondureño donde creció.

Entonces escapó y se aferró a los fierros de La Bestia, tren famoso por transportar migrantes, rezando para no toparse con los Zetas “que te bajan y te matan” o con alguna autoridad que le reclamara violenta su osadía de irrumpir en un país ajeno: México, tierra en la que espera convertirse en futbolista.

Un sueño que ve posible gracias a la mano que le tiende día con día Michael Arroyo, jugador del América que lo adoptó desde que llegó a suelo azteca en 2012.

“Podrán existir Messi, Cristiano Ronaldo o Ronaldinho, pero Michael es el máximo ídolo para mí, es mi maestro. Me apoya con todo, con mi departamento y lo que tengo, de pies a cabeza, me lo ha dado él”, cuenta en su visita a El Gráfico. 

“Michael y Antonio Sánchez, El Azul, uno de sus amigos, se encargan de mí. Ellos me han enseñado a valorarme como persona porque yo me quise matar cuando no tenía ni un peso”, confiesa.

Detrás de su amplia sonrisa, de su piel de ébano curtida por el trajín de la calle, Brayan detalla su vida al lado del atacante de las Águilas.

“Nos vamos juntos al entrenamiento, si me pide que vaya por un café, voy; hago lo que me diga. Lo primero que hacemos en la mañana es escuchar música. Él es salsero y yo soy todo terreno. Oímos una canción y me dice: ‘Está buena, hermano’ y la ponemos como 85 mil veces, no nos aburrimos”, comenta entre risas.

“Me da consejos. Me dice que hay que seguirle. Yo lo apoyo a morir. Cuando lo veo en la cancha es un crack y afuera es una persona sencillísima”, abunda.

Enseguida, lo ablanda el sentimiento: “A veces me dan ganas de llorar porque convivir con una figura como Michael es increíble; él también viene de abajo, se ha levantado y le he aprendido mucho. Conocerlo fue lo mejor que me pasó en la vida”.

A Arroyo, aclara, “no lo quiero por su dinero, sino por su amistad. Gracias a él he salido adelante. Sólo espero mis papeles migratorios, buscar un equipo y debutar no para ser famoso, sino para ayudar a la gente pobre y traer a mi abuela a México”.

DURA INFANCIA

María Juana López, abuela de Brayan, lo crió desde los seis meses de nacido, cuando falleció su madre y su padre huyó. 

También se hizo cargo de sus tres hermanos, en un poblado donde el hambre era el plato fuerte de todos los días y “los trozos de pollo sólo se miraban en la prensa”.

De ahí su complicada infancia. “A los ocho años robaba llantas, tiendas, de todo para comprar harina, hacer pan de coco y venderlo al día siguiente”, relata.

“Imagínate un niño pequeño robarle a una persona grande, no es fácil. Sacaba mi cuchillo y hacía voz de hombre, era muy duro”.

Pero con tal de pertenecer a las bandas delictivas de su colonia, el apodado Tigre Pintado les entregaba la bandeja repleta de pan y llegaba a su casa con las manos vacías.

“Mi abuela me mojaba la espalda y me daba tres cablazos para que aprendiera que estaba haciendo las cosas mal”, indica.

Decidió escapar de su hogar. Trabajó en una constructora de bloques, “donde le pagaban a uno lo que les daba la gana” y a sus 16 años llegó de aventón a Guatemala.

“En la frontera los policías no me dejaban pasar porque era menor de edad, así que me di la vuelta y caminé como 300 kilómetros para subir a La Bestia.

“Ahí empecé a ver lo más duro de la vida: días sin comer, por los pueblos que pasas te tiran piedras, te insultan, vi cómo mataban a la gente. Había niños, ellos no aguantan el hambre como uno y nos bajábamos a robar para conseguirles algo”.

Brayan llegó a la Ciudad de México y de ahí se trasladó a Pachuca, gracias a las monedas que le regalaba la gente.

AFORTUNADO

Sin dinero, “con mi pantalón rotísimo y sucio”, se dirigió al hotel de concentración de Los Tuzos, en busca del delantero Walter Ayoví.

“A él lo conocí cuando disputó con Ecuador un amistoso en 2011 ante Honduras en mi tierra. Yo iba saliendo del estadio y se me acercó Ayoví, con Michael Arroyo, para preguntarme si conocía a un barbero. Les dije que sí y me dieron dinero para comprarles productos para el pelo. 

“Ahí me gané su confianza porque nunca les robé una moneda. Les conté que quería sacar a mi familia de la pobreza y me brindaron su ayuda”.

Y en Pachuca, Ayoví le dio casa y dinero a Brayan López, además de un boleto para el duelo entre el cuadro hidalguense y Atlante.

 Ahí se reencontró con Michael, quien militaba con los Potros y le ofreció irse a vivir con él a Cancún.

“Comencé a conocer figuras. La cosa me cambió de la noche a la mañana. Entrené con Atlante, pero no me dieron oportunidad porque estaba en líos de descenso. Compartí cancha con Michael, con Chepe Guerrero, con Ángel Sepúlveda y adquirí experiencia”.

Cuando Arroyo fichó con las Águilas, cambió de residencia a la Ciudad de México acompañado de Brayan.

“Practico con la Sub 20 del América, con la Sub 17, todo mundo me quiere y agradezco a Dios porque no es fácil encontrar gente que te quiera en un país que no es el tuyo. No es fácil para un muchacho que viene de la calle, de las drogas”, afirma.

Mientras cumple su anhelo de ser futbolista, el joven hondureño manda dinero a su abuela, con ayuda de Michael Arroyo: “Yo voy a seguir siendo un guerrero. Quiero debutar en un equipo, quiero ser como Michael o mejor que él, pero voy con calma”, se sincera. 

“Algún día voy a lograr mi sueño para ayudar a la gente pobre, hacer escuelas, canchas”, para que ningún niño, como le sucedió a él, tenga que robar para comer. 

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