Negra el alma, oscuro el panorama

OPINIÓN 29/08/2013 05:00 Actualizada 05:00

El sol era tímido como una mujer que se desnuda por vez primera en un hotel. Aún así las gafas oscuras eran necesarias porque los rayos me daban de frente. Sentado en las escalinatas del acceso al Palacio de Bellas Artes fumaba y el ligero viento era agradable, salvo que me arrojaba el humo a la cara.

Siempre he creído que las seis de la tarde es la hora ideal para hacer un alto en el camino, mientras la gente con su rostro cansado camina de prisa y sólo quiere llegar a casa lo más pronto posible. Un pordiosero sin zapatos me pidió “un cigarrito, carnalito”, así que le di el que traía en la mano, no sin antes aplicarle un último jalón. Luego llegó una chava vestida de negro, vendiendo flores artificiales de colores y que intentó convencerme con el argumento típico: “Para la chica que estás esperando”. Dije no con la cabeza al tiempo en que ponía gesto de “no estoy esperando a nadie y tampoco quiero que llegue alguien a fastidiarme”. Sin embargo, se sentó a mi lado y me gorreó un cigarrillo. Carajo, por qué las personas no se ocupan de desperdiciar su vida como se les pegue la gana, pero sin molestar a los que preferimos estar solos. Encendí un Marlboro Light y apenas llevaba dos inhaladas cuando se acercó una mujer guapa, aún sin maquillaje: “hermano, sólo Jesús salva” y me dio un folleto que apenas miré de reojo. “Gracias”, dije y vestí mi silencio con una mueca de fastidio. Ella era insistente. “Me llamo Ana Luisa y quiero compartir unas palabras contigo”. Le invité un cigarro y lo rechazó. “Veo que estás muy pensativo y quiero invitarte a que reflexiones sobre la palabra de Dios”. Seguí sin abrir la boca, un poco contrariado.

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“Ojalá que tus momentos de paz sean dedicados al Señor”. Las manos de esa chica se movían con suavidad. Sus labios eran carnosos y te invitaban a morderlos. “Creo que estoy bien conmigo y eso, por ahora, me hace sentir a gusto”, esgrimí. La chava dark se rió sin discreción. La predicadora guapa se sorprendió un poco, como si yo me hubiera salido del guión. “Pero siempre es bueno sentir el calor y la compañía de Jesús. La bondad de Dios es infinita”. No lo dudo, pensé mientras me perdía en la profundidad de su mirada aceitunada. “Fíjate que apenas ayer me dejó mi novia y todavía no lo entiendo. Se supone que me amaba y que en el amor no cabe el dolor ni el egoísmo”. La darkie volvió a reír. Y la guapa no dejaba de insistir: “Pero Dios es la mejor compañía cuando estás solo, cuando te sientes desesperado. Acude a la palabra de Dios en busca de consuelo”. Me quité las gafas para mirarla a los ojos. “María Luisa, yo prefiero el bálsamo de tu mirada”, aclaré. Ella se sonrojó un poco. “Me llamo Ana Luisa y no hermano, tú no entiendes. La salvación es Dios”. Pero tú estás más cerca, intenté decirle pero rectifiqué a tiempo. “No necesito que me salven, quiero arder en mis infiernos, convivir con mis miedos, con los demonios de mis defectos”. Otra vez la risa de la chica sentada a mi lado. Ana Luisa me miró con el odio de quien sabe que sólo ha perdido el tiempo. “Por eso el mundo va rumbo a la perdición, porque la gente como tú se aleja del camino divino”. Miré su cintura breve, sus piernas de mujer madura. “Mi horizonte es una mujer que me mire con ojos de ternura”, argumenté. Ella caminó un poco y luego volteó. “Te invito un café”, intenté retenerla. Sólo sonrió y movió la cabeza como si se asombrara de mi cinismo, aunque se quedó parada. “O si quieres vamos al cine”, agregué mientras hacía el intento de pararme para convencerla. “Dios te bendiga, hermano” soltó como si fuera una demoedecán de yogurts y se alejó a seguir promoviendo la palabra divina.

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“Eres el diablo, me cai”, comentó la vendedora de flores. Le invité otro cigarrillo. “Yo sí te aceptaría un café”, sugirió. No era fea, pero no me atraen las mujeres que se disfrazan tanto. Aunque hay días en que los dioses confabulan para que alguien te valore un poco más. “Sabes qué, si no tuviera una cita con mi dentista, seguro que hasta íbamos a ver una película de terror”, pretexté. “¿Te gusta el cine de horror?”, insistió con esperanza. “Claro, tengo negro el corazón y funesta el alma”, cité a un poeta oscuro. “Entonces eres de los míos”, ella sonrió. “Sabes qué, te compro una de esas flores raras que vendes” y saqué un billete de 20 varos. Ella me dio “la más chida, es la que me gusta a mí”. Ya me iba, reflexionando que esa chava resultó ser mejor promotora, cuando me gritó con desparpajo “aquí ando seguido, por si algún día quieres compartir el infierno”. Me reí para mis adentros y me encaminé a Metro, donde todos los días compartimos ese infierno que es el subsuelo de esta ciudad podrida, enferma. Ya lo dice Bukowski: “El infierno es una puerta cerrada…/ Pero algunas veces sientes al menos/que echas una mirada a través del ojo de la cerradura…/ Joven o viejo, bueno o malo,/ no creo que nada muera tan lenta y/ duramente como un perdedor…/ Alguna gente es joven y nada más,/ alguna gente es vieja y nada más./ Y alguna gente está en medio, sólo en medio…/ Y si el cielo se sacudiera como en la danza del vientre/ y todas las bombas atómicas empezaran a gritar,/ alguna gente sería joven y nada más./ Y alguna gente sería vieja y nada más./ Y el resto sería lo mismo, el resto sería lo mismo./ Los pocos diferentes son eliminados bastante rápido/ por la policía, por sus madres, por sus hermanos,/ y otros por sí mismos./ Lo que queda es lo que ves. Y es duro”.

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