El Zócalo volvió a llenarse el sábado 6 de diciembre. Cientos de miles de simpatizantes acudieron al evento convocado para respaldar a la presidenta y conmemorar los siete años de la llamada Cuarta Transformación.

La plancha vibró como en las grandes políticas: música, banderas, consignas y un ánimo festivo que, para muchos, representó la continuidad de un proyecto que consideran suyo. La imagen fue contundente: la plaza más emblemática del país, repleta.

Pero mientras el Zócalo lucía abarrotado, a solo unos pasos se contaba otra historia. En las calles del CH, los comerciantes vivieron una jornada muy distinta. Los cierres viales, los filtros de seguridad y la ocupación total de los accesos redujeron el flujo de clientes a niveles mínimos.

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Para quienes vivimos de la venta diaria —restauranteros, negocios grandes y pequeños, familiares pero formales— cada acto masivo, o de solo 10 personas pero desordenado, representa una caída de ingresos, que nos llevan a la quiebra de los negocios.

No se trata de rechazar la expresión política; el Zócalo es, y debe seguir siendo, espacio de celebración, memoria y participación ciudadana. Pero también es el corazón comercial de la capital, donde miles de personas trabajamos y del movimiento constante de clientes.

Cuando las manifestaciones se vuelven frecuentes y prolongadas, el golpe económico se repite.

Los comerciantes no pedimos que se cancelen los actos públicos, pedimos coordinación, planeación y alternativas para mitigar las pérdidas. Horarios claros, rutas de acceso garantizadas y comunicación efectiva podrían equilibrar los derechos de todos.

Porque mientras la plaza se llena de discursos, el CH no puede seguir vaciándose de ventas.

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