Un crisantemo y cigarrillos

Al día 01/11/2018 10:27 Roberto G. Castañeda Actualizada 10:27
 

Soñé que asistía vestido de negro a mi propio funeral. Y que un año más tarde, adornaban mi altar con calaveras de azúcar, crisantemos y una foto de mi juventud en la que fumaba como chacuaco. Soñé mi propia muerte y no fue agradable. Soñé que sólo era un sueño. Y desperté angustiado, con ese súbito golpe de crueldad que te abofetea cuando sabes perfectamente que tienes deudas pendientes. Yo que no he sido un buen hijo, ni un padre ejemplar. Yo tan cretino lloré mi propia muerte en sueños, como si mereciera algo de piedad. Aún traigo ese marcapasos anidado en el corazón, aferrado con sus garras a mi pecho, como queriendo gritar algo, como si anunciara una tragedia. Sí, la angustia, el sobresalto, es un jodido marcapasos. Será por eso que últimamente me noto distraído, algo fuera de contexto, como si estuviera deprimido.

Soñé con las muertes que llevo a cuestas: la muerte de mi abuelo, las flores en el velorio de la abuela, la tumba que le designé a mi padre, aquella lápida que le quedamos a deber a mi hermanita. Todas las muertes se me juntaron en un sólo sueño. Y mis lágrimas no sirvieron de consuelo. 

Yo no sé qué carajos sucede, ya consulté mi horóscopo, a mi psicoterapeuta y también las fases lunares, pero nadie tiene una respuesta. Tal vez sea culpa del calendario. De unas semanas a la fecha me acechan las dudas y las deudas. 

Sí, en días recientes me noto distraído, algo fuera de contexto, como si estuviera soñando demasiado con mi propia muerte. Que ganas de ya no soñar con mis huesos en el cementerio. Ya no quiero demonios danzando en mi cerebro, ni esta nube en la mirada, mucho menos esta soberbia que me gobierna. Ya no quiero trastes en el fregadero, polvo en los rincones de mi casa, tantas pendejadas en la cabeza. Ya no quisiera tantas muertes inútiles en las calles. Ya no quiero tanta tristeza en mis historias, ya no quiero estos desvelos.

Ya no quiero tu ausencia, ni el fantasma de tus besos, ni facturas por pagar. Y tampoco quiero sonar como un desesperado. Sólo pasa que últimamente me noto distraído, algo fuera de contexto, como si estuviera deprimido. Y no sé qué chingados sucede. Por si las dudas, recurro al epitafio que sugiere Joan Manuel Serrat: “Si la muerte pisa mi huerto/ ¿quién firmará que he muerto de muerte natural..?/ ¿Quién pondrá un lazo negro/ al entreabierto portal?/ ¿Quién cuidará de mi perro?/ ¿quién pagará mi entierro/ y una cruz de metal?/ ¿Cuál de todos mis amores/ ha de comprar las flores/ para mi funeral?.../ ¿Quién me traerá un crisantemo/ el primero de noviembre?”.

Si la muerte me manda un memorándum, detallando que se ha llevado a mi padre, espero que yo esté ocupado. Así tendré un pretexto para no ir a despedir a alguien que nunca tuvo el decoro de avisarme que se estaba marchando. Si la muerte, impredecible y dramática como siempre, me manda un memorándum que nunca he esperado, disculpen ustedes si me hago el distraído. No firmaré el acuse de recibo porque mi padre se encargó de hacerse el occiso, de morirse gradualmente en mi bitácora de días, meses, años. 

Si a mi padre, un tal José Antonio, un buen día le da por morirse más vale que sus últimos latidos le alcancen para congraciarse con Dios y con el diablo. Llegado el día no sabré qué hacer, seguramente. Tal vez me sentaré frente a la pared en que no está su retrato. Quizá miraré un punto fijo o silbaré una melodía. Yo no lo sé, no sé lo que haré. No sé un carajo. A lo mejor le dedico un minuto para orar por su descanso. O a lo peor, desayunaré tranquilo como si nada hubiera pasado. A lo mejor siento pena por su vida miserable. A lo peor, siento que se aligera mi alma descansando de ese fardo.

A lo mejor estoy exagerando y no tendré más remedio que ir a arrojar un puñado de tierra sobre el féretro de mi padre. A lo peor, estaré sepultando por fin, desde la lejanía, todo el rencor que me heredó en vida. A lo mejor usaré gafas oscuras. A lo peor, se me negarán los ojos a desperdiciar una lágrima. 

Mi padre tendrá la muerte que merece, seguro. Y no sé si será digna o si habrá hecho méritos suficientes para alcanzar la gloria. Y no imagino si será una muerte concurrida o si estará poblada de ausencias. Yo no tengo claro si él fue por la vida haciendo amigos o si sembró un zarzal de enemigos. Como tampoco tengo claro si fue mejor padre en otros lares o un tipo simpático al que todos sonreían. No lo tengo claro porque es un desconocido. Aquí no dejó huella, no sembró un árbol ni pateó un balón conmigo. Aquí nunca tuvo un hijo.

Sólo tengo la certeza de que el día que muera mi padre será algo confuso. No sabré qué hacer, ni cómo asumirlo. El día que muera mi padre tal vez me sentaré frente a esa pared en la que no está su retrato. Quizá miraré un punto fijo. Yo no lo sé, no sé lo que demonios haré. No sé un carajo. El día que muera mi padre, aquel extraño, también yo habré descansado. De tanto rencor acumulado. Y volveré a encender un cigarrillo, después de tantos años de ya no hacerlo.

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