Sobredosis de fideos

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(Foto: Archivo, El Gráfico)

Al día 05/09/2019 10:02 Roberto G. Castañeda Actualizada 12:25
 

Siempre me daban tristeza las mudanzas. Empacar y dejar atrás infinidad de historias, los amigos de la infancia, las mascotas del vecindario, las chavitas a las que les invitaba un gansito y que terminaban bateándome cuando les declaraba mi amor. Hace ya tanto tiempo que poco a poco voy olvidando los detalles, pero no esta frecuente sensación de corazón errante. Nunca echamos raíces, íbamos de aquí para allá y de una colonia a otra, perseguidos por los apuros económicos de mi madre.

 A veces durábamos sólo unos meses en una vecindad, pero otras ocasiones pasaba un año y parecía que por fin habíamos encontrado un sitio confortable. Y sucedía algo que echaba todo por la borda: mi hermano atropellaba a una gallina con la bicicleta o yo me peleaba con el nieto del arrendador. Y hartos de nuestras travesuras, los dueños le ponían un ultimátum a mi jefa: tiene hasta fin de mes para irse con sus chamacos. 

Caray, mi madre con tantas preocupaciones y encima de todo nosotros nos comportábamos como unos auténticos pingos. Ahora entiendo por qué Licha se ponía tan dramática y reclamaba: “Ay, estos chamacos del demonio un día me van a matar de un pinche coraje”. Y luego a batallar de nueva cuenta: Lichita angustiada porque en la mayoría de los departamentos no aceptaban niños pequeños ni mascotas. 

Así que sólo había unas cuantas opciones en vecindades llenas de peligros y trampas, como territorio apache: tuberías oxidadas, un boiler que podía explotar en cualquier momento, baños comunes llenos de bacterias, varillas en la azotea, ratas que salían del excusado, pederastas al acecho, goteras en la sala, señoras chismosas, vecinos amargados y poca gente interesante. Así fuimos creciendo, entre goteras cada agosto y septiembre, agua fría en la regadera y sobredosis de sopa de fideos.

Siempre que me mandaban al pan o las tortillas me cuidaba de los “robachicos”. A mí no me asustaba tanto el doberman de la casa amarilla, ni las maldiciones de la loca de la cuadra. En realidad temía al “robachicos”, ese señor andrajoso que solía aparecer de vez en cuando por la colonia, con su costal mugriento sobre la espalda y su anforita de aguardiente en la bolsa. Tal vez sólo era un vagabundo, pero mi madre nos hacía creer en aquella leyenda urbana de “si se portan mal o andan de vagos, se los va a llevar el ‘robachicos’, sí aquel viejo que va allá” y lo señalaba como para acabarnos de convencer de que algo así nos iba a suceder. Por suerte nunca me robaron. Y tampoco a mis hermanos. Ahora que lo recuerdo me causa gracia, pero en su momento sí me angustiaba. Y así fui creciendo, cercado por trampas cotidianas y ladrones de bicicletas y robachicos andrajosos y demasiadas pesadillas en lugar de sueños cotidianos.

Nunca me gustaron las mudanzas. Aquello de empacar los trastes y envolver el televisor en una colcha era tan constante que a mí me causaba enfado y tristeza, porque significaba dejar atrás a la palomilla de la cuadra o las hermanas mayores de mis amigos a las que yo mandaba cartas de amor anónimas o flores que cortaba de las macetas vecinas. Cuando el camión de la mudanza echaba a andar, yo iba montado atrás, sobre un montón de ropa y muebles viejos, pensando que el ruido del motor sólo significaba una cosa: volver a empezar de nuevo, en otra colonia, en una calle distinta, en una vecindad tal vez más rústica. 

Aún recuerdo cuando llegamos con don Rufino, un señor gordo y amargado. En cuanto bajé del vehículo supe que aquella vecindad no sería nada divertida. No había niños corriendo por ningún lado. Y leí un anuncio que decía “Prohibido jugar con pelotas o bicicletas en el patio”. 

Caminé hacia mi “nueva casa” y me pareció escuchar ruido entre los lavaderos, giré la cabeza y percibí algún movimiento pero no hice caso. Seguí avanzando y de pronto sentí que algo me golpeaba ligeramente en la espalda. Volteé y en el piso había una pequeña flecha con punta de goma. Con la mirada ubiqué a un niño regordete con un arco de feria y un penacho bastante chafa en la cabeza. Desde los lavaderos, el muy tonto celebraba su buena puntería. Quise ir a golpearlo de inmediato, pero el dueño de la vecindad lo llamó a lo lejos: “Feyo, deja en paz a esos mocosos y vete a hacer la tarea”. 

Supe de volada que el tarado era intocable. El también lo sabía. Y ya me estaba cayendo más pinche gordo de lo que era. Una vez más estaba en territorio apache. Y yo no era el “Llanero Solitario” ni tenía un caballo relampagueante. Con trabajos contaba con una patineta que rechinaba un poco. Pero ya me las arreglaría, como siempre en aquella lejana infancia.

Como si lo describiera Dante Guerra: “Nunca fui un niño de sonrisas/ ni tenía un perro ‘Firulais’./ No, yo no era un chamaco divertido/ ni contaba chistes en el recreo./ Nunca fui un niño de sonrisas,/ ni usaba pantalones Levi’s/ y mucho menos sobresalía en el colegio./ Yo más bien era un chavito/ con tenis viejos y malheridos,/ que todos los días luchaba/ a mano limpia para salir ileso/ de aquellas tormentas de agosto,/ de las vecindades con goteras en el techo". 

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