Miradas sin alma

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(Foto: Archivo, El Gráfico)

Al día 27/06/2019 09:52 Roberto G. Castañeda Actualizada 13:35
 

Hay miradas que te persiguen en sueños, que te hablan de todo. Así era la mirada de mi amigo Renato. Reny, para los cuates. Lo conocí en la Vocacional 2, cuando éramos imberbes y teníamos los mejores planes para conquistar el mundo. Él era un alumno sobresaliente que deseaba ser ingeniero mecánico y soñaba con trabajar para la NASA. “¿Sabes cuánto voy a ganar?”, presumía en su fantasía. “Millones, millones, wey”, aseguraba. En el fondo yo le creía, porque el cabrón parecía muy convencido. Y además era chingón en todas las materias, incluidas las matemáticas y los tremendos cálculos integrales. Bueno, hasta sus planos de Dibujo Industrial eran impecables. El pinche Reny era de esos estudiantes que exentaban todos los exámenes finales, de esos que los profesores siempre nos ponían de ejemplo. Y a muchos les caía mal sólo por esas situaciones. 

Quienes no lo conocían, siempre lo buleaban. Bueno, casi nadie se escapaba del bullying. Yo mismo era motivo de escarnio por usar gafas de aumento. A todo lo hallaban los culeros: si estabas cabezón ya eras el Cabezónico o el Mesoplas; si usabas lentes eras Cuatrojos. A mi cuate Renato lo acosaban todo el tiempo. Era un poco distinto a nosotros o así lo veíamos, porque sus jefes tenían varo y él era muy educadito. Los que lo detestaban decían que era gay. Yo mismo, cuando les decía que no se mancharan, recibía burlas: “Ay sí, dejen a mi novio”. Tal vez por eso simpatizaba conmigo. A mí el Reny me caía bien por varias razones: vivía cerca de mi casa, disparaba las tortas en la cafetería, me dejaba copiar en los exámenes y además tenía una hermana que me gustaba. Incluso cuando nos peleábamos lo hacía enojar con eso de “me saludas a tu hermana”. Y me mandaba a la chingada unos días. Pero volvíamos a ser amigos como si nada.

Al buen Renato los cuates le decíamos Reny, hasta que un buen día se me ocurrió decirle Reny Stimpy. Nos reímos como idiotas. Desde entonces se le quedó el apodo de Reny Stimpy. Incluso un día me comentó que no le desagradaba, que incluso era mejor que le dijeran así y no Soplanucas. Yo no sé si era gay o no, ni me importaba. A mí me valía madres, de hecho, y nunca me insinuó nada. “Siempre serás mi cuate”, amenazó un día que lloró cuando supo que sus jefes se iban a divorciar. Yo le conté mi historia y traté de reconfortarlo con eso de que “a veces es mejor que los padres se separen, porque juntos son un infierno”. Pero no fuimos cuates para siempre. A mí me echaron de la escuela por reprobar materias. Y me hicieron un favor, porque yo no tenía vocación de ingeniero. Y allí se quedó Reny Stimpy, con sus calificaciones perfectas, con sus matemáticas y su hermana que me gustaba. Allí se quedó el Reny Stimpy, con sus planes de ser un chinguetas y trabajar para la NASA. Yo me fui a la chingada, a estudiar otra cosa que entendiera o que no reprobara. 

Yo me largué a otra escuela y me mudé de colonia. Las cosas mejoraron y encontré mi vocación. Y supuse que Reny Stimpy sería un ingeniero muy chingón o un académico de excelencia. Pero estaba equivocado. Una tarde cualquiera pasé a echarme unos tacos muy famosos por Santa María la Ribera cuando un vagabundo me pidió que le completara para un taco. “Sírvele los que quiera”, le dije al Güero, “yo te los pago”. El sujeto pidió dos y me agradeció con un movimiento de cabeza. Antes de irse me miró a los ojos y esa mirada me pareció familiar. 

“Chido, carnalito” y echó a andar junto con su perro. Unos segundos después lo reconocí. “¿Renato?”, pregunté. Volteó sorprendido, me observó de reojo y reemprendió el camino. Lo alcancé. “¿Eres Renato, verdad?”, insistí. “No, me estás confundiendo”, trató de ocultar el rostro. Lo dejé en paz. Días después fui a casa de su madre. Su hermana, que ya no era la chica que me gustaba, me contó que Renato perdió la razón, que era tan genial que rozó la locura. Y que se escapaba de la casa con regularidad. “Gracias por la información, cuando mi papá lo sepa irá a buscarlo”, me tranquilizó. Muchos meses más adelante regresé para saber algo de Renato. Su carnala me informó que lo habían traído de vuelta, “pero estuvo bien un tiempo y volvió a desaparecerse”. Para ella era un caso perdido.

Me despedí un tanto acongojado, con una carta que me escribió mi amigo por sí yo volvía a visitarlos. “Me pidió que te la entregara”, explicó la mujer. No era una despedida, sino una especie de justificación. En realidad era un poema de Bukowski: "No son las cosas importantes las que llevan a un hombre al manicomio. No, es la serie continua de pequeñas tragedias lo que lleva a un hombre al manicomio. No es la muerte de su amor sino el cordón de su zapato que se rompe cuando tiene prisa... El horror de la vida, ese enjambre de trivialidades". Y firmaba Reny Stimpy. “Las mentes más brillantes palidecen en esta oscuridad”, puntualizaba mi amigo al que yo imaginaba trazando proyectos para la NASA. Sonreí para mis adentros. Qué se le va hacer, Reny Stimpy siempre fue un lunático. Y seguro es más feliz que muchos de nosotros. 

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