La imaginación era nuestro motor

Al día 27/12/2018 09:00 Roberto G. Castañeda Actualizada 09:07
 

La niñez en mi colonia fue colorida, como las navidades con foquitos y posadas. La niñez en mi barrio valió la pena, incluso con los peligros que implicaba. Como aquella mujer de aspecto lastimoso que nos provocaba terror a todos los chavitos. Su maquillaje sobrecargado y ese peinado estrafalario que le ganó el apodo de doña Alcachofa. No sabíamos nada de su vida, pero tantas leyendas urbanas sobre ella terminaron por asustarnos. Alguien nos contó que doña Alchofa tenía varios niños mutantes encerrados en el sótano de su casona. Y por las noches, esos chamacos lloraban de una manera espeluznante. Nosotros, mis amigos y yo, temíamos que aquello fuera verdad. Y nunca pasábamos por su calle en las noches. Y aunque era tremendo el miedo que sentíamos al ver a aquella “bruja” murmurando por el barrio, no perdíamos oportunidad para hacerle maldades. Claro, nos daba valor que andábamos en palomilla, pero cuando íbamos solos y nos cruzábamos en su camino mejor nos cambiábamos de acera.
Pero a todo condenado le llega su hora. Y así me sucedió aquel diciembre: al dar la vuelta en la esquina me topé con la Alcachofa y casi choqué con ella. Sin levantar la mirada la reconocí por el roído abrigo. Alcé la cara y me encontré con su absurdo maquillaje. Ella me lanzó ojos de fuego. Yo me quedé inmóvil unos segundos, porque no es lo mismo invocar al demonio que verlo aproximarse. Doña Alcachofa gruñó algo, yo no quise averiguar su traducción y me di la vuelta para pegar la carrera. Ella estiró su garra, bueno, su brazo que a mí me pareció maquiavélico. Pescó mi sudadera que para mí fortuna llevaba con el cierre abierto, así que me deshice de ella y escapé despavorido. Me detuve hasta llegar a la farmacia. Una vez a salvo, lamenté que se hubiera quedado con mi prenda favorita, aunque había salvado mi vida.
Esa noche tuve pesadillas y me vi encerrado en el sótano de la Alcachofa, a merced de pequeños mutantes. Y a la mañana siguiente me sentía extraño en la calle, como si ella me vigilara a través de algún hechizo. Para colmo de males, cuando me mandaron por las tortillas allí estaba la “malvada” mujer echándose un taco de sal. Tuve que esperar un rato a que se marchara. Ya cerca del anochecer, mientras jugaba futbol con mis cuates en la calle, doña macabra se sentó en la esquina. Ya era mucha coincidencia, pensé y no pude evitar un escalofrío. Si ya tenía una prenda mía, aquella hechicera bien podía hacerme algún embrujo. Mejor me despedí de mis amigos, “ahí muere”, y me fui a mi casa. Antes de entrar, noté que la Alcachofa me seguía con la mirada.
Esa noche, antes de dormir, me asomé por la ventana y para mi alivio la bruja no estaba cerca. Como sea, tampoco dormí bien y volví a soñar con brujas con patas de guajolote y no sé cuántas jaladas.  Al otro día, al salir a la tienda, afuera de casa había un bulto extraño en una bolsa de papel. ¡En la madre! Salté sobre él objeto y deduje que era mejor no tocarlo. Fui en chinga por el mandado de mi jefa y hasta se me olvidó el cambio. Cuando volví a mi casa, el paquete ya no estaba. Qué raro. Pero cuando entré, mi madre ya me esperaba con mi sudadera en la mano: “Me quieres decir qué chingados hacía tu chamarra allá afuera”. No supe qué decir, pero sentí alivio de que no hubiera un gato negro con cabeza de cuervo en aquella bolsa.
Entonces comprendí que doña Alcachofa sólo rondaba mi casa para devolverme mi sudadera. Eso sí, nunca más volví a ponerme aquella prenda. No fuera a ser que yo también enloqueciera o me convirtiera en una criatura diabólica al séptimo día. En cambio ella estrenó bufanda aquel invierno: eran unos metros de escarcha navideña, lo que le daba un aire más estrafalario.
Claro que la Alcachofa no era bruja, ni tenía un ejército de niños zombis y tampoco nos quería robar para hacer maleficios en su sótano. Aquella mujer sólo carecía de un tornillo en la cabeza. Ni su casa estaba maldita, pero el jardín descuidado y la fachada maltrecha parecían un paisaje de terror. Y si además le agregábamos la docena de gatos que habitaban allí, teníamos los ingredientes para intoxicar nuestros miedos.
Y cuando eres niño temes hasta a los payasos mal maquillados o los santacloses borrachos. Y crees las cosas más absurdas, como la historia del vecino que juraba que el libanés de la nueva papelería en realidad era un infiltrado extraterrestre y que usaba ese gorrito extraño en la cabeza “para estar en contacto con los marcianos”. Por si las dudas, nosotros mejor seguíamos yendo a la papelería de doña Ruth, aunque estuviera más lejos. No fuera a ser la de malas y una nave alienígena viniera a abducirnos mientras comprábamos una monografía de los héroes que nos dieron patria.
Y por cierto, aquellas navidades el pinche Santaclós tampoco me trajo el lanzallamas que le pedí en mi carta. Quizá ni me porté muy bien, pensé. Por eso es que Dante Guerra no miente cuando dice: "La imaginación nos bastaba/ para perder batallas campales/ ante los bárbaros de la otra cuadra./ Las bajas se contaban por pares:/ el ñoñazo de lentes y pelo engominado/ que se raspaba las rodillas y lloraba;/ y el Toficos, que corría despavorido/ cuando su madre amargada le gritaba./ La imaginación nos alcanzaba/ para pintar una portería/ en aquella pared del vecindario./ La imaginación era suficiente/ para levantar la Copa Mundial/ de los que nunca seríamos cracks/ en el corazón de la chicas guapas".

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