Un placer sublime

Sexo 22/11/2018 05:18 Lulú Petite Actualizada 10:29
 

Querido diario: Una de las cosas que más disfruto mientras cojo es la orquesta de sonidos que sale del acto en sí. El siseo de las ropas al rozarse, al desvestirnos, los ruidos que sueltan los hombres cuando algo les gusta. Pero sobre todo, el rechinar de la cama al compás de mis gemidos cuando me cogen duro. Era difícil no gemir cuando te estaban clavando un miembro grueso por detrás, de perrito y sin piedad alguna.

Mi compañero me tenía agarrada por los hombros mientras me cogía así, a cuatro patas, con el culo paradito sobre el colchón. Frente a nosotros, el espejo. Lo miraba a él y a mí. Estábamos desnudos y sus manos se aferraban a mi piel con fuerza. Me veía bien siendo penetrada por él, no sé, me ponía más cachonda verme en el acto.

Mis gemidos se confundían con sus jadeos, los que soltaba cuando se hundía hasta el fondo de mi vagina y el placer pasaba a ser sublime. Me temblaban los codos ya, en plan que pronto ya no iba a ser capaz de sostenerme en alto, y él iba a tener que cargar con el peso de mi torso si me quería arriba. Por ahora estaba haciendo un gran trabajo sosteniéndome por el pelo. La cama rechinaba una y otra vez, al ritmo de esas embestidas animalísticas con las que se estaba adueñando de mí, de mi cuerpo erizado y recubierto de sudor.

Me sorprendí con la breve tregua en cuanto me la concedió, pero un segundo más tarde sentí su aliento en mi hombro y las cosas cobraron sentido.

—Quiero que me la chupes—, me dijo abiertamente, y yo sonreí sin más. Pues claro que sí. Asentí con un suspiro, tratando de transmitirle mi afirmación, pero apenas y me salió una frase vaga que él debió interpretar como lo que era, porque lo vi sonreírme al darme la vuelta sobre la cama. Mi compañero tenía las sienes pobladas de canas, cosa curiosa que le sumaba puntos a su atractivo natural. Se las acaricié cuando se inclinó sobre mí para besarme, aplicando mucha lengua, y de pronto me encontré extrañando el grueso de su pene enterrado en mi vagina, que todavía continuaba tan sensible como él me la había dejado.

Se retiró finalmente de entre mis piernas abiertas para ponerse de pie en el borde la cama de nuevo, pero en otro extremo, a la altura de mi cara ruborizada. Yo seguía sonriendo cuando abrí la boca para acoger su erección, forrada con el preservativo, y forrada de mí también. —Así... Justo así...—, me alabó él, atrayéndome de a poco a su pelvis con la mano en mi nuca.

Él subió una rodilla a la cama para apoyarse mejor, y yo recargué mi peso en un codo para poder agarrarle el miembro con una mano. Cuando no lo tenía hundido en la boca, lo pajeaba y alzaba la vista para mirarlo, en gran parte para asegurarme de que me viese con él tan cerca de la cara. Podía darme cuenta de lo mucho que le gustaba aquello. Se le separaban los labios con anhelo apenas yo amenazaba con rozarlo con la lengua, y luego me ganaba un jadeo sentido apenas cumplía con mi cometido de llevármelo entero a la boca. Qué rico era sentirlo desesperarse: echaba las caderas hacia adelante y embestía, como para cogerme la boca a su gusto.

Entonces volteé la mirada al espejo y volví a verme. Tenía su miembro en la boca. Enorme. Él jadeaba con sonidos que no se distinguían entre el placer y la agonía. Me vi sometida a su sexo, con aquel pedazo de carne taladrándome las amígdalas y puse mis dedos en mi clítoris y me vine de inmediato. Llenó el condón con un grito ahogado y luego cayó exhausto sobre su espalda. Yo me seguí viendo al espejo. Me veía linda, perversa, satisfecha. Me reí.

Hasta el martes, Lulú Petite

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