Nunca te recetes consuelos caducados

Al día 23/08/2018 08:00 Roberto G. Castañeda Actualizada 12:24
 

Siempre creí que moriría joven. Era la idea romántica que veía en las novelas de aventuras, en las películas de antihéroes y que leía en esos poetas rebeldes que ahora dedican coplas a sus nietos. Siempre creí en esa “máxima” del rock: vive de prisa, muere joven y deja un bonito cadaver”. Y mírenme ahora: bebiendo ron en el bar Milán, destruyéndome el hígado en plazos, con resacas sabatinas y algunos achaques propios de los que algún día fuimos jóvenes y ahora compramos pan sin gluten o cocinamos con aceite de oliva. Siempre pensé que moriría joven y todo indica que terminaré usando prótesis dentales.
Siempre pensé que tendría una pensión decente, luego de trabajar 30 años en una paraestatal. Y que usaría corbatas de rebaja, zapatos de agujeta y un fistol en la solapa. Siempre imaginé que me darían un ascenso y no ese  maldito pretexto constante que es “evaluaremos su petición a la brevedad posible”. Siempre creí que la “brevedad posible” es un tiempo suspendido en el aire, como las partículas de polvo que bailan en el haz de luz que se filtra por la ventana. Siempre creí que los memorándum eran alimento del archivo muerto. Y lo sigo creyendo.
Siempre imaginé que firmaría cheques de cinco ceros, desde un rascacielos.  Siempre creí que no estaba hecho para eso. Lo digo desde esta banquita en el parque, con los audífonos puestos y escuchando los éxitos de Andrés Calamaro.  Lo digo cualquier viernes, mirando a los chicos en bicicleta llevando comida a los edificios corporativos. Siempre pensé que diría esto mientras el aire fresco me llena los pulmones y ustedes miran con tedio la lentitud del reloj checador; mientras cuentan los días para la quincena, desde ese asiento ergonómico que ya les empieza a causar hemorroides.
Nunca creí que terminaría una carrera. De hecho, nunca creí mucho en mí mismo. Nunca o casi nunca daban un centavo por mí. En la primaria me formaba hasta adelante, pero era el último en matemáticas. En la secundaria me formaba en medio, aunque ganaba algunos diplomas por buen comportamiento. Ya en la prepa era el más alto de mi salón, pero me faltaba habilidad para socializar. Y en la universidad tuve bastantes amigos, sin ser muy popular. Ahora se han ido, como un espejismo. Nunca creí que sería bueno en algo. Nadie hubiera apostado por mí a los 11 ni a los 17 o a los 21 años. Nunca creí que tendría una carrera. Nunca fui un gran estudiante. Más bien me impulsó la disciplina, el huir del hambre, las ganas de seguir caminando. Y aquí sigo, pensando en cambiar de rumbo.  

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Nunca creí en las mentiras de tus labios delineados. Tampoco me deslumbré con tus ojos color miel. Nunca confié en tus promesas de que lo nuestro sería “para siempre”. No, nunca de los nuncas, te compré aquello de que mis abrazos eran “el refugio perfecto”. Y tampoco acepté que no encontrarías alguien mejor. Y lo peor de todo: Nunca pensé que extrañaría tu cuerpo incendiario, tu sexo volcánico y ese gemir deletreando mi nombre.
Siempre supe que te largarías sin mayores explicaciones, con la advertencia de que otro día pasarías por las cosas que podrías haber olvidado. Así que "en caso de un adiós precipitado/ empaca sólo lo necesario./ Si se va ella, no esperes a que vuelva./ Si te vas tú, mejor es que devuelvas las llaves/ o cualquier noche de lluvia/ tus pasos serán perros malacostumbrados./ Si se van ambos, dense la espaldas,/  caminen diez largos pasos/ y sólo giren para disparar el rencor acumulado".
Nunca creí que te echaría de menos. Por si acaso pienso claudicar, mejor le hago caso a Dante Guerra: "En caso de un adiós no solicitado,/ ojalá que tu alma errabunda/ no se estacione en el pasado./ Más vale correr en sentido contrario,/ ahogarse en tragos baratos,/ o cambiar de nombre en cada antro/ y quedarse en silencio, agazapado,/ mientras la pasión pasa de largo".
Siempre entendí que la poesía no curaba nada. Tampoco el alcohol, ni las posdatas sanan el desamor.  Pero quiero que sepas esto: "En caso de un adiós automedicado,/ no te recetes consuelos que ya caducaron/, ni medicamentos similares/ para curar el chingado olvido./ Tampoco te inyectes  esperanzas/ para un mañana con resaca./ Y si la botarga del doctor Simi/ baila una canción que te recuerda algo,/ mejor cámbiate de acera/ para evitar la tentación/ de ir a patearle el trasero".
Nunca entendí tus recados en el espejo ni esa manía de mandarme indirectas en el Facebook. Ya no guardo tu instantánea de Polaroid, en la que me decías adiós con la mirada tras las gafas de sol, aquella en la que escribí al reverso: “Tu despedida más sincera aún me sabe a mentira,/ tu sonrisa más falsa siempre me engaña,/ tus besos menos míos los malbaratas con cualquiera”.
Siempre creí que me llamarías una madrugada para decirme que extrañas el unicornio aquel que cabalgabas. Siempre he esperado que llames, para recitarte mi parte favorita de este poemario que no he publicado:  "En caso de un adiós incendiario/ no prendas veladoras, apaga los suspiros,/ quema las cartas que hoy suenan falsas/ y dinamita las ganas que tengas de volver a estos labios./ Y sí aún así te quedan resabios,/ será mejor que hagas cien planas/ con alguna frase lapidaria:/ 'el amor es una bestia sonriente/ que más tarde que temprano/ se volverá en tu contra'”.

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