Estamos condenados a los silencios

Al día 31/08/2017 08:00 Roberto G. Castañeda Actualizada 08:00
 

Un niño está condenado a los silencios. Hoy llora, pregunta por su mamá. Ella no está, no regresará. El pequeño no sabe, no intuye, que su madre no volverá a mirarlo ni a envolverlo en sus brazos. Aquel niño está condenado a los silencios: al silencio de su madre, que murió de forma violenta. Al silencio de las autoridades, que nunca tienen respuestas. Al silencio de una sociedad que ya no se alarma con nada. Al silencio de las cifras oficiales, pese a que los feminicidios crecen con saña inaudita. Ese niño está condenado a sus propios silencios, porque crecerá golpeado por la ausencia de su madre y no encontrará respuestas a sus miedos, a sus inseguridades, a tantas y tantas preguntas que se hará con el paso de los años. Un niño está condenado a su timidez y a sus lágrimas en silencio. Mientras una jauría de chacales recorren las calles. Mientras las madres intentan regresar sanas a casa. Mientras las jóvenes mueren en esta tierra quemada de hogueras clandestinas. Mientras los hijoeputas sacian sus bajos instintos. Mientras los políticos ensucian las elecciones. Mientras los gobernadores esquilman el presupuesto. Mientras los presidentes sonríen para la foto. Mientras los asesinos se miran en el espejo sin el menor asomo de culpa. Un niño crecerá sin los abrazos de su jefa. Una abuela lo cuidará entre lágrimas constantes. Una madre no volverá a casa, nunca, nunca más. Y no hay tristeza que se compare con eso. Nos están aniquilando la esperanza. Están cayendo los jóvenes, las madres, el obrero, el jefe de familia y el estudiante. Están cayendo en cada esquina, en la combi o el microbús, en el lote baldío, a plena luz del día o en la boca del lobo. Están cayendo, fulminados, los buenos. Y estamos condenados a los silencios de las cifras oficiales. Estamos condendos a los silencios de los que no saben gobernar. Estamos condenados a los pretextos de los que nos gobernarán, aquí y allá, cada sexenio. En la ciudad y en el estado, en el país. En las calles y en los maizales. Estamos condenados a que nos lleve la chingada, poco a poco, en mensualidades o con un fogonazo en la oscuridad. Mientras nadie dice nada ni escucha nada. Estamos condenados a los silencios. Maldita sea. Mal-di-ta sea.

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Una jovencita está condenada a los silencios. Su cuerpo fue violentado y ahora yace en el panteón municipal. Ella no volverá a decir "feliz cumpleaños, papá", ni reirá con sus amigas del colegio. Aquella muchachita de cabello rebelde y sonrisa más bien tímida será recorda en las fotografías. Y su dolor y su angustia, mientras era agredida o se desangraba, la encontraron sola. Ella se fue apagando entre silencios. Nadie imaginaba que la tragedia la encontraría a unos pasos de su casa. Y no es un caso aislado. Las mujeres están siendo silenciadas, cada vez con mayor violencia, de manera muy frecuente. Tan sólo en lo que va del año, según activistas, en Ecatepec (por decir algo) han habido más de 15 feminicidios. No es de extrañar, en un municipio donde todas las cifras relacionadas con la violencia son alarmantes. Aunque los informes y los discursos sean optimistas, la mayoría de los habitantes se sienten inseguros. Y las mujeres están a merced de los cobardes. Las jovencitas están condenadas a los silencios. Caen en el asfalto, en descampado, en el canal de aguas negras, en el día y en la noche. Ser mujer es estar condenada a la desgracia y los silencios. Pero quedarán los hermanos, padres y amigos, familiares o asociaciones civiles, que hablarán por ella. Y será recordada con la voz en alto. Una jovencita camina sola hacia la escuela y aún está oscuro. Una mujer regresa del trabajo, cansada y con ganas de cenar algo, pero le preocupa la falta de alumbrado en su propia calle. Una adolescente y una niña están solas en casa, porque a su madre le toca trabajar el tercer turno. Hay mujeres que están a merced de los cobardes, de los malparidos. Hay mujeres que parecen condenadas a no regresar a casa, mientras nadie ve ni escucha nada. Hay mujeres condenadas a fallecer en silencio. Maldita sea. Con un carajo.

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Un pequeño está amordazado por sus silencios. Una adolescente enmudece progresivamente. Una niña triste mira por la ventana mientras agosto le llueve en los ojos y en el alma y en el futuro. Un niño, aquella pequeña, están a merced de una jauría de silencios. Están condenados a refugiarse en sí mismos, callados, sufriendo y pidiendo explicaciones a Dios o al cielo o a quién sabe quién carajos. Y siempre hay un adulto rondando, con su aliento fétido y su mirada vidriosa. Puede ser un familiar, el padrastro, algún vecino o un inquilino de ese lugar siniestro. Porque sí, hay sitios que no pueden llamarse hogares sino sucursales del infierno. Una niña, aquel pequeño, la adolescente frágil son violentados y lo seguirán siendo mientras un silencio cómplice se pasea como una sombra trágica entre esas cuatro paredes. Esos pequeños, aquellas niñas, no tienen voz o la van perdiendo porque no alcanzan a comprender qué chingados fue lo que hicieron para merecer eso. No alcanzan a comprender que no son culpables de nada, que no es un castigo, que ellos no tienen deudas con nadie. Pero el shock, la ansiedad, el miedo, el dolor, la desesperación son alimañas que se cuelan por debajo de la puerta, en los sueños, por las grietas del alma. Y no hay nadie, ni mamá o la abuela, que parezcan prestar atención. Cada quien está ocupado en lo suyo, trabajando horas extras o lidiando con el marido borracho y el cansancio. Cada quien está demasiado ocupado peleando con los demonios propios y ajenos, como para prestarle atención a un pequeño, a una chica, que solloza en silencio mientras unas garras acechan su inocencia. Y el agua turbia inunda las calles y las tormentas de agosto seguirán lloviendo en el alma, año tras año. Hasta que aquel niño, esa pequeña, se vuelvan adultos y miren con rencor y desconfianza a quienes les condenaron a los silencios. Y se refugiarán en la solidaridad de Dante Guerra: "Tuvimos una infancia de tempestades/ y no vino a salvarnos el Capitán Trueno./ Tuvimos lágrimas a escondidas/ y llantos como gato de azotea./ Tuvimos miedo, tuvimos horrores/ y monstruos bajo la cama./ Tuvimos noches de pesadilla y sudor frío/ aullidos de bestias que nos tragaban,/ pero también tuvimos la suerte/ de crecer protegidos por algún ángel de la guarda/ algo distraído y pesimista,/ pero dispuesto a trabajar horas extras".
 
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