Como un gato planchado sobre el asfalto

24/04/2014 05:00 Roberto G. Castañeda Actualizada 15:25
 

Hay hombres y mujeres que no saben o no deberían estar solos. Y se ahogan en silencios inútiles, mientras sorben amargura y fuman como desesperados. Hay sujetos, chicas, que se deterioran a solas.

Karen nació a destiempo. Sus padres se divorciaron poco antes de que ella naciera. Liliana, su madre, le confesó a su esposo que la niña no era de él, sino de su jefe y que incluso quería registrarla y reconocerla como suya. Raúl se puso como loco y sintió ganas de matar a la mujer con sus propias manos, pero sólo la cacheteó; luego empacó unas pocas cosas y se largó. Liliana inició los trámites de separación, confiada en que Rigoberto, el licenciado del despacho en que era recepcionista, dejaría a su familia para casarse con ella. Pero no, aquello no era una telenovela en el que la chava pobre se vuelve rica de la noche a la mañana. Rigo, que además era gordo y feo, sólo estaba encaprichada con la mujer guapa, así que le prometió la gloria y la encaminó al purgatorio. Nunca le dio sus apellidos a la niña, aunque sí pagaba la renta del departamento y dejaba algo de dinero para los gastos. Así pasaron varios años, hasta que el señor murió por los excesos. Liliana se quedó con una hija sin padre y un sinfín de promesas. Y Karen sólo heredó una colección de ausencias que se acentuó con el tiempo. Ella lleva los apellidos de su madre. De sus dos padres sabe muy poco: Raúl abandonó todo, se mudó a Veracruz y falleció de una congestión alcohólica, sentado en una piquera. Mientras que Rigoberto murió intestado y su herencia se la pelean tres mujeres. Karen ha encontrado su refugio en los libros y en la escuela. Le gusta la historia y los poemas. Siempre que se siente decaída, recita su parte favorita de Apelación al solitario, de Rosario Castellanos:  “¿Cómo podrás estar sola/ a la hora completa,/ en que las cosas y tú hablan y hablan,/ hasta el amanecer?”.  Y entonces se siente un poquito reconfortada. Sólo un poco, piensa mientras mira el deterioro paulatino de su madre: A sus 39 años, aún luce algo guapa y tiene un amante y un novio, pero ninguno se casará con ella. Hay mujeres que no se toman en serio ni ellas mismas. La misma Karen no sabe si sentir pena o tristeza por el corazón marchito de su jefa. Así que mejor se refugia en los libros y columpia sus insomnios imaginando que algún día sus viejos Converse la encaminarán muy lejos, donde nadie se extrañe de sus silencios ni de sus desvaríos.

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Hay hombres que no deberían estar solos. Y se ahogan en silencios inútiles, mientras sorben lo amargo de la poesía y fuman como desesperados. Hay sujetos que se deterioran a solas, como si los carcomiera el óxido que barniza aquella bicicleta de la infancia. Hay tipos como tú, como yo, que por lo general terminan exhaustos, con el corazón aguijoneado por los abandonos. Hay hombres comunes y corrientes que son atormentados por los perfumes ausentes y maldicen que su alma asemeje la agrietada superficie de un lago seco. En las tardes grises o en noches de lluvia, hay tipos que llegan a sentirse igual que si fueran un gato planchado sobre el asfalto o como una lagartija sin cola. Y está bien cabrón percibir escalofríos mientras caminan desnudos a cerrar la ventana, a sabiendas de que al regresar a la cama nadie los cobijará con la mirada, ni les suspirará al oído. El vacío es un país como el nuestro, sin muchas esperanzas y miseria a la vuelta de la esquina. En verdad que estar solo, caminar con la mirada en los zapatos, mirar sin sonreír, debería estar vetado. Hay hombres que no deberían estar solos. Mientras allá, en algún lado, una mujer solitaria llama a un teléfono que no deja de repetir “el número que usted marco no está disponible o se encuentra fuera del área de servicio”. Hay hombres y mujeres que no saben o no deberían estar solos.

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Mientras bebo otro trago de ron y mis vecinos hacen el amor como desesperados, la madrugada no me inspira nada. Hay vigilias en que trato de escribir mi vida y acabo por fotografiar los silencios. No hay nada más patético que mirar una hoja en blanco, mientras la vida te pasa la factura y el alcohol te aguijonea el hígado. Se me acaba el tiempo y no he terminado mi libro de poemas. Como otras ocasiones, siento que no llegaré a ningún lado, al menos no a salvo. No hay nada más triste que envidiar la inspiración ajena. Digo esto mientras leo el Libro del anhelo, de Leonard Cohen, que retrata mis vacíos:  “Deseo es el caballo./ Depresión el carro…/ Mi página estaba demasiado blanca... / El día no escribía/ lo que la noche anotaba./ Mi animal aúlla./ Mi ángel está preocupado/ pero no me permite/ queja alguna”. Sin duda no hay nada más miserable que sentir autocompasión, así que me la niego. Mejor me empeño en reconocerme como un cretino, como un idiota que se aferra a su soberbia y que se emborracha para sentirse un genio. No hay lugar para la tristeza, ni para lamentos. Elegí este camino y no quiero volver sobre mis pasos. Ya empeñé mis sueños. Mi talento se ha extinguido. Nada valen mis ideas. Y mis musas están en bancarrota. Te cuento todo esto mientras Tom Waits, con su voz áspera canta  “mi corbata está dormida.../ Y la alfombra necesita un corte de pelo./ Y el piano ha estado bebiendo,/ el piano ha estado bebiendo.../ Y no puedes encontrar a tu mesera/ con un detector de raidioactividad. / Y ella te odia a ti y a tus amigos./ Y los taburetes están ardiendo./ Y los ceniceros están jubilados./ Porque el piano ha estado bebiendo,/ el piano ha estado bebiendo,/ No yo, no yo, no yo..”. Otra noche en que acabo borracho, sin mucho qué decir, con pocas probabilidades de ganar en los juegos de azar, y nulas esperanzas de que alguien en el mundo piense algo grato sobre mí.

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