Juventudes demasiado fantasmas

21/01/2016 05:00 Roberto G. Castañeda Actualizada 05:00
 

Un iPod, el que sea. Y una foto de mi padre. Eso le pidió Marilú a los Reyes Magos. Sí, eso fue lo que le contestó la chavita a su madre antes del 6 de enero. La mamá de Marilú llegó contenta del trabajo, acaso porque le habían dado su magro aguinaldo, tal vez porque el supervisor le había coqueteado en el brindis de fin de año. La señora era aún joven, con un cuerpo todavía curvilíneo y trasero atractivo, con las ansias de las mujeres que han estado demasiado tiempo solas. Como sea, la doña regresó menos estresada que de costumbre y bromeó con su hija: “¿Qué le vas a pedir a los Reyes?”, preguntó mientras daba un sorbo al vaso de Coca-Cola. “¡Mamá, ya no tengo 12 años!”, replicó la muchachita. “Uy, perdón, no había notado que ya eras adulta”, se río, “qué madura, qué amargada”. La chica hizo un mohín caprichoso y atenuó “en serio, Fabiola, no manches”. Entonces, a sus 37 años, la mujer volvió a ser la madre preocupada de siempre: “¿No manches? No me hables así, que soy tu madre. Trato de ser amable contigo y te pones de chocosa”. Marilú giró la cabeza en señal de aquí-vamos-otra-vez. “En serio, hija, relájate un poquito”, le sonrió, “ándale, dime qué quieres de Reyes. Igual y se te hace”. Regresó la mirada Marilú. Ok. Pensó, sin esforzare mucho, y contestó: “Un iPod, el que sea. Y una foto de mi padre”, aunque ella sabía que su madre siempre evitaba el tema del papá, no porque Fabiola no supiera quién era sino porque él tomó la decisión de desaparecer de sus vidas cuando apenas había nacido María Luisa. “¿No le gustó que fuera mujer, verdad?”, le había preguntado algún familiar. No, no era así. Aunque había prometido que se haría cargo, a la hora buena él se desapareció con el pretexto de que “tengo familia en Estados Unidos y en cuanto encuentre chamba les mando dinero y luego vengo por ustedes”. Pasaron uno, nueve, treintaytantos años y no volvieron a saber de él. Un primo suyo le hizo saber a Fabiola que el escapista ya se había casado en el gabacho y que tenía dos hijas. Pero eso es harina de otro costal. “Ok, me parece bien”, reflexionó Fabiola, “vas a ver que los Reyes te van a traer lo que quieres, hija”. Y cambiaron de tema, mientras la señora calentaba más tortillas para la cena.

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Aquel 6 de enero, no el reciente sino el de hace un año, Marilú no esperaba gran cosa. Se levantó con su melena enmarañada y tres bostezos seguidos. Fue por un vaso de agua y nada más por no dejar volteó hacia abajo del arbolito de Navidad. Allí estaba su Converse derecho, con un pequeño regalo envuelto. El corazón le brincó, con cierta emoción. Lo abrió. Era un iPod, que su madre había comprado a meses sin intereses. Y una foto Polaroid en la que estaba su madre, abrazada a un tipo sin mayor atractivo. La guapa era su madre. Casi sin darse cuenta, Marilú ya tenía algunas lágrimas silenciosas sobre las mejillas. La voz de su madre, a sus espaldas, la sobresaltó. Ella se limpió las lágrimas y se volteó a sonreírle con el iPod en las manos. “Gracias, mamá, era lo que quería”. La señora la abrazó. “Te lo mereces, hija, pero no fui yo sino los Reyes Magos”. Marilú volvió a su tristeza, sollozó y se abrazó fuerte a su madre. “No llores mi’ja, no llores”, trató de consolarla. “Es de alegría, mamá”. No hablaron de la foto, ni hizo falta. Marilú no volvió a preguntar nada de su padre. Desde ese momento, la jovencita no se separó del iPod y de sus canciones favoritas. Hasta que desapareció, un día cualquiera de mediados de año. Marilú, sí. Y su iPod. Y su mochila escolar. Desapareció todita. Alguien contó que la subieron por la fuerza a un coche blanco. En la Delegación se resistieron a leventar el acta y sugirieron que "seguramente anda por allí con el novio, no tarda en regresar". Suena trágico, suena detestable, suena de las mil chingadas, pero así fue. Marilú desapareció así como así. Su madre no duerme tranquila desde entonces. Pegó copias fotostáticas con el reporte de desaparecida de su hija en cada esquina. Y nada. Las autoridades le prometieron que harían lo que estuviera en sus manos para averiguar el paradero de Marilú. Pero sólo fueron promesas burocráticas. Y una pedidera de dinero, “para seguir con la investigación, jefa”. Nada. Es horrible, es de las mil chingadas, pero es la verdad. Cada vez desaparecen más jovencitas, en las ciudades, en los poblados, en diferentes estados, en todo el país, mientras los presidentes municipales o los gobernadores se postulan para puestos más altos. Nuestros jóvenes se están desvaneciendo, como fantasmas, como si se extraviaran en la nada. Mientras nadie mueve un dedo, mientras nos carcome la tragedia, mientras los corruptos alimentan su cartera igual que a los animales de engorda.

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La de Marilú es una historia cotidiana, en una zona donde la pobreza se mezcla con la violencia. La de Marilú no es una historia cualquiera, es la maldita historia de muchas jovencitas, de tantas mujeres que no han vuelto a casa y que no volverán a ser abrazadas por sus madres. Son tantas lágrimas, demasiados sufrimientos, son expedientes negros que se empolvan, son números rojos que evitan los políticos en sus discursos. Hay una epidemia de desapariciones, hay una plaga de indiferencia. Hay demasiados crímenes impunes. Hay tanto por hacer y nadie hace nada. Hay tantas madres desesperadas. Hay tantas mujeres que no verán el mañana. Hay tanta juventud fantasma, tantos muchachos y demasiadas jovencitas que están a merced del hampa. Hay tanta maldad que espanta. Es triste, es horrible, lo sé, pero las burocracias no tienen argumentos ni soluciones. Nuestras juventudes son demasiado fantasmas, tragedias invisibles, ánimas en pena, mientras el dólar nos dinamita el bolsillo y este país está que se lo lleva la chingada. Nuestros jóvenes caen fulminados, en las esquinas, en el transporte colectivo, en cualquier calle, con tal de robarles el celular. Son demasiados caídos, tant@s desaparecid@s, infinidad de fantasmas que nadie ve y nadie oye. Es del carajo, es incomprensible, que sigamos imperturbables. Nuestras juventudes son demasiado fantasmas, como cantan los Cadillacs aquella poesía trágica de Rubén Blades: “Anoche escuché varias explosiones,/ tiros de escopeta y de revólver,/ autos acelerados, frenos, gritos,/ ecos de botas en la calle,/ toques de puerta, quejas por dioses, platos rotos./ Estaban dando la telenovela,/ por eso nadie miró pa’fuera…/ ¿A dónde van los desaparecidos?/ Busca en el agua y en los matorrales./ ¿Y por qué es que desaparecen?/ Porque no todos somos iguales./ ¿Y cuándo vuelve el desaparecido?/ Cada vez que lo trae el pensamiento./ ¿Cómo se llama al desaparecido?/ Una emoción apretando por dentro”.

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