Canciones para tronarse los dedos

Al día 19/10/2017 08:00 Roberto G. Castañeda Actualizada 08:07
 

Hay mujeres que se recuestan con la congoja a un costado. Hay mujeres que escuchan canciones mientras se muerden el labio inferior o sienten una opresión en el pecho. Hay mujeres que tienen el consuelo de las canciones. Hay mujeres que se truenan los dedos y musitan conjuros contra el desamor. Hay mujeres que se desnudan mientras un escalofrío les recorre las vértebras y a lo lejos suena un piano y un saxofón recién afinado. Una mujer solloza a solas, rodeada de una jauría de miedos. Una chica desesperada nunca encuentra las salidas de emergencia. Y hay mujeres que suelen jugar con fuego con demasiada frecuencia, sin reparar siquiera en el humo en los ojos y el ardor de las manos.

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Los ojos de Lizbeth llueven desde agosto. Y su silueta en la ventana es una postal del abandono. Ella ríe con una mueca sin alegría porque su futuro está más nublado que los cielos de octubre. En su cuarto suena Carla Morrison y hay una muñeca despeinada, un póster de Zoé y discos piratas con las canciones de moda.
Ahora mismo se siente confundida, no sabe cómo decirle a su madre que está embarazada, aunque el idiota de su novio jura que está dispuesto a dejar la escuela para casarse. Lo que él no sabe es que el padre es otro, aquel chico que Liz conoció en una fiesta y que le gustó sólo porque le dijo al oído alguna pendejada que sonaba romántica. Lizbeth ya estaba medio ebria, así que no le costó mucho volar cuando el chavo la besó entre las piernas.
Al otro día ella se sintió igual que siempre: con una ligera cruda, aunque como si nada hubiera pasado. Los remordimientos nunca han sido parte de su vocabulario. Liz, como le dicen de cariño sus amigas, acaba de entrar a la universidad pero ya casi ni estudia. Ella prefería echarse unos cubetazos con sus cuates y ponerle monedas a la rockola.
Lizbeth cree que su madre no la comprende, sólo porque hablan distinto idioma y fueron educadas de diferente forma. Ahora no sabe cómo decirle que cuando empieza a oscurecer tiene miedo de que sus días no vuelvan a ser soleados. Le duele cerrar los ojos porque se pueden ahogar en su propio llanto. Liz se siente demasiado sola, no sabe qué hacer ni a quién contarle. Extraña los días en que ser niña sólo implicaba ver televisión y abrazarse a su madre.

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Lo que más le pesa a Elena es despertar a las cuatro de la mañana y saber que sus días son cada vez más largos. El colchón se ha hundido como un monumento a la desilusión. Levantarse, encender el boiler, preparar el almuerzo de sus hijas, darse un baño, cepillarse el cabello y mirar su rostro que alguna vez fue hermoso, son parte de una rutina que la agobia tanto como el abandono de aquel hombre que le hacía el amor como nadie.
A sus 39 años, Elena es la imagen viva del desconsuelo. Le da weba pensar que tiene que viajar dos horas para llegar a su trabajo de oficinista. En la cómoda guarda algunas sonrisas pero sólo las muestra en su cumpleaños. Tiene muchos deseos pero pocas muestras de cariño. Su pareja sólo la busca los viernes por la tarde para encerrarse en un hotel en vez de ir al cine. Los sábados trabaja mediodía pero tiene que llegar a casa a lavar la ropa de la semana.
Sus dos hijas ya no le ayudan como antes. Karen se la vive en casa de su mejor amiga. La que le preocupa es Lizbeth, porque varias veces la ha visto medio rara. Quisiera estar más cerca de ellas, pero la verdad es que ni siquiera se conoce a sí misma. Apenas tiene tiempo para ganarse la vida, para dormir exhausta queriendo que el sol no salga, que la noche se haga eterna y que sus sueños ya no sean una parvada de cuervos en su cabeza.

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Hay mujeres que duermen abrazadas a sí mismas. Y extrañan la sombra, el recuerdo de un hombre que ya se ha marchado. Y cuando apagan la luz se quedan un rato con los ojos abiertos, como si quisieran descifrar los códigos de los ciegos.
La congoja se instala a su lado, sienten una opresión en el pecho, ese nudo en la garganta y unas tímidas lágrimas que apenas se asoman. Y su sueño es frágil, como los días de otoño, como el ruido de las hojas secas.
Hay mujeres que sólo tienen el consuelo de las canciones. Y aunque se sienten a merced de la melancolía, siempre habrá un refugio contra el olvido.
Sólo es cuestión de hacer un inventario de lo bueno y lo malo, como canta Sabina: “Tenemos urgencias, amores que matan,/ tenemos silencio, tabaco, razones…/ Más de cien palabras, más de cien motivos/ para no cortarse de un tajo las venas,/ más de cien pupilas donde vernos vivos,/ más de cien mentiras que valen la pena…/ Tenemos un techo con libros y besos,/ tenemos el morbo, los celos, la sangre,/ tenemos la niebla metida en los huesos,/ tenemos el lujo de no tener hambre…/ Tenemos proyectos que se marchitaron,/ crímenes perfectos que no cometimos,/ retratos de novi@s que nos olvidaron,/ y un alma en oferta que nunca vendimos”.
Sí, es verdad que de pronto viene el insomnio, a veces el miedo y en ocasiones la desesperación. O suelen ser las ansias que nos devoran las uñas, que nos hacen arrancarnos los pellejitos de los labios, mientras pensamos en tantos problemas, en los conflictos que nos merodean, pero siempre tendremos “más de cien palabras, más de cien motivos/ para no cortarse de un tajo las venas,/ más de cien pupilas donde vernos vivos,/ más de cien mentiras que valen la pena”.
Porque hay mujeres que escuchan canciones y se muerden el labio inferior o se truenan los dedos, mientras el desconsuelo llega a visitarlas como un amante rutinario.

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