El destino es una maldita botarga

18/06/2015 17:00 Roberto G. Castañeda Actualizada 17:00
 

 

Nayeli hubiera querido terminar la prepa, pero la separación  de sus padres no sólo la emparentó con la tristeza, sino que la obligó a trabajar para ayudar a su madre con la obligación de cuatro hijos. Ella es la mayor y apenas va a cumplir un año como cajera de supermercado. El sueldo no es malo, pero tampoco es que alcance para ayudar a su madre y seguir en la escuela. Mientras sus amigas reprueban materias tan simples como historia y apreciación del arte, Nayeli tiene que atender a cientos de amas de casa, señoras histéricas, esposos malhumorados y un sinfín de gente que sonríe mecánicamente. Ella que es tan delgadita, tan de ojos hermosos, tan frágil emocionalmente, parece destinada a esos trabajos malpagados: cajera, vendedora de celulares, recepcionista en un buffet de cuarta, secretaria de algún usurero o hasta ayudante de mago en fiestas infantiles. En sus días de descanso tiene que lavar su ropa, ayudarle a su madre con el quehacer, hacer el desayuno para sus hermanos y darle vueltas y vueltas a su desánimo, igual que si fuera un pollo en rosticería. 

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Quizá por eso Nayeli siente que sus pensamientos le queman, la sacan de quicio y se enoja por nada con su madre. Ah, pobre Nayeli, tan princesa de su calle y tan esclava de sus obligaciones. Si su vida fuera una telenovela, seguramente tendría un pretendiente rico o sería la hija extraviada de un millonario, pero esas pendejadas sólo pasan en la tele, de tres a cuatro, de cinco a seis de la tarde. Así que con todo y sus ojazos o su cuerpo curvilíneo tiene que soportar que algún jefe libidinoso le eché los perros. Ojalá pudiera encontrar otro trabajo, aunque sea de cocinera en McDonalds o como edecán en Suburbia, pero al parecer todos esos puestos están ocupados por otros jóvenes igual de desesperados, mientras sueñan que su destino dará una vuelta de tuerca. Tal parece que los empleos más habituales parecen hechos a la medida de los pesimistas, por mucho que sonrías, por mucho de despiertes de buen ánimo. No queda más remedio que tomar vitaminas, jarabe para la tristeza y hacerle caso a la poesía de Luis Alberto Girardi: “Maquíllate las tristeza y esconde las ojeras,/ aunque la desgracia ronque a tu lado,/ pese a los torbellinos cotidianos./ No llores las ausencias ni te truenes los dedos,/ que allá afuera hay demasiado fuego cruzado/ y los débiles habrán de caer primero./ Oculta tus pesares, no parezcas vulnerable./ No, no te agazapes en las sombras,/ porque terminarás siendo estafado./ El mundo es demasiado cruel/ para los que amanecen desorientados/ todos los días o la mayor parte del año”.

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Chale, me cai que hay días en que el destino es una botarga, que baila frente a ti y te saluda con entusiasmo, mientras tú sólo quisieras quedarte en tu cuarto, encerrado en tus silencios, sin tener que lidiar con gente extraña o sin la obligación de sonreír aunque te duela una muela o sientas los cólicos menstruales. Nayeli ha tenido que madurar antes de tiempo. Su cuerpo joven es un homenaje a las tentaciones. Lo sabe porque en cada fiesta, en el Metro, en el trabajo, en la colonia, en el microbús, le dicen obscenidades o le miran el trasero o la cintura breve y también ese busto que a ella le parece un tanto exagerado. Esta chica no es feliz y no aspira a serlo. Nunca ha sabido lo que es vivir sin sobresaltos. Desde que era niña su padre saltaba de un trabajo a otro, casi siempre sin prestaciones, así que nunca tuvieron un lugar fijo para vivir. Un tiempo vivieron en casa de una tía, luego en vecindades cada vez más feas, hasta que no tuvieron más remedio que arrimarse con los abuelos. Un buen día su padre se largó a cruzar la frontera, dizque para juntar un dinero con la promesa de regresar por todos ellos. Su madre dice que en realidad no aguantó la presión y prefirió escaparse. Todo apunta para ese lado, pues desde que se largó no las ha contactado y además su mamá ya anda saliendo con un policía bancario que es divorciado. Nayeli también quisiera escaparse pero le preocupa dejar a sus hermanos, sobre todo al más pequeño, con alguien tan inmadura como su madre. Hasta sus sueños son en blanco y negro, igual que el cine mudo. Aunque, claro, el destino no es un mimo delicado, sino un ridículo disfraz de Barney en una fiesta de cumpleaños. Sí, el destino es una botarga percudida, un antifaz del optimismo, un doctor Simi bailando frente a la farmacia. El destino es un simulacro: una danza frenética ante a la tristeza de tus miradas. 

 

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