Borrarás los besos y mensajes del teléfono

Al día 16/11/2017 08:00 Roberto G. Castañeda Actualizada 09:21
 

Hombres y  mujeres, novatos y veteranos en esas cosas del corazón, todos vamos por la vida archivando adioses. Hay quienes coleccionan llaveros, figuritas de luchadores, coches de bomberos, ranitas de cerámica, ángeles de ornato, cómics de su héroe favorito, películas de tal o cual actor, discos de acetato o juguetes de Star Wars. Yo tengo una maldita colección de adioses. Siempre me estoy despidiendo o me están mandando al carajo, con demasiada frecuencia y de distintas maneras. Yo tenía un puñado de amigos y hoy son olvido. Unos se han marchado lejos, otros se han difuminado como el brillo en los retratos. Aquel que no he visto en un par de años, creo que tiene otras prioridades antes que tomarse un trago conmigo. Aquella se ha casado y sus hijos gobiernan sus horarios. Y el otro creo que ha triunfado y está demasiado ocupado mirándose en el espejo, conviviendo con nuevas amistades y bebiendo en cocteles con el tipo mujeres que siempre nos han gustado. Por lo menos aún recibo alguno que otro saludo de Mariela, quien se casó con un italiano y siempre está prometiendo regresar pronto desde Turín. Yo tenía un puñado de amigos y hoy no tengo carajo, así que estoy pensando seriamente en comprarme un perro que sacuda la cola y se ponga contento cuando escuche el cerrojo que anuncia mi llegada. Nunca fui muy popular que digamos, mucho menos el tipo simpático de la clase, ni el capitán del equipo de futbol, tampoco el más listo de mi clase, pero tuve la fortuna de hacer algunos buenos amigos en la universidad. Y pasó el tiempo y nos emborrachábamos cada viernes y nos prometíamos lealtad a prueba de tiempo. Pero hoy somos unos extraños, que sólo se mandan felicitaciones en los cumpleaños, que coinciden de vez en cuando, que tienen una lista de deberes que son prioritarios. Sí, yo tenía un puñado de amigos y hoy somos como extraños. No es culpa suya, supongo que es mía. O tal vez de ambos lados. Yo no voy a visitarlos al trabajo, ni hacemos parrilladas los domingos, ni les hablo para ver cómo están los hijos, tampoco estoy pendiente de sus logros, ni ellos leen lo que escribo y les vale madre si hoy estoy deprimido. Yo tenía un puñado de amigos y hoy no tengo un carajo. A lo más que llegamos es a frecuentarnos muy de vez en cuando por el Facebook. Pero tengo algunos conocidos y nos llevamos bien y nos emborrachamos los jueves o los viernes, a veces en sábado. Y hay canciones que siempre nos recuerdan algo. Es verdad, siempre estoy rodeado de gente bienintencionada, de personas buenas y otras no tanto, pero debo confesar que extraño a mis amigos de muchos años.

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Yo tengo una colección de adioses. Siempre estoy renunciando a algo. Ayer tuve una mujer que hoy se está haciendo un recuerdo. Hoy no tengo ni su foto en mi iPhone, ni sus mensajes de texto y tampoco el calor de su espalda entre mis brazos. Yo mismo me pregunto cómo chingados llegamos a esto, a despedirnos poco a poco, con dramas incluidos y algunos intentos por salvarnos el uno al otro. Seguro se preguntará en qué pienso cuando no la tengo a mi lado, si pensaré en ella, si la echaré de menos, si estaré buscando otros faros, si seguiré otros caminos o si me perderé en la niebla. Yo no dejo de pensarla, no puedo, no puedo. El tiempo ha conspirado en nuestra contra. Y nosotros mismos nos hemos saboteado, como dos enemigos íntimos que se van destruyendo poco a poco. Sí, es verdad que no dejo de pensarla, aferrada en las noches a sus ansias de estar conmigo; y también la sueño abrazada al maniquí de mi ausencia, musitando “te amo” que están condenados a convivir con los ácaros en la almohada. Yo tampoco me salvo, porque duermo queriendo que amanezca pronto para no soñarla tanto, para no echarla tanto de menos. Porque así son los adioses: poblados de fantasmas, de recuerdos buenos y malos, de la ansiedad que te carcome el alma. Sí, hay noches inmóviles, igual de frías que el jamón de pavo en el refrigerador, tan invernales como el infierno del olvido. Hay noches infames, llenas de incertidumbre, pensando de más, revolviéndote en la cama. Hay noches que querrás olvidar. Y borrarás los besos, las charlas y los mensajes del teléfono. Hay madrugadas como pausas, como crucigramas incompletos, como pies fríos, como plegarias que nadie escucha, como estas pinches ganas de cerrar los ojos y nada.

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Coleccionamos adioses y recuerdos tristes sin fecha de caducidad. Y dormimos con ganas de no soñarl@s más. Hay madrugadas gélidas, lentas, ojiabiertas, tremendas, solitarias, abrazadas al recuerdo. Hay horas insufribles, largas, lentas, con ganas de que me absorba el sueño para dejar de pensar pendejadas. Y es que tengo una colección de adioses que ya no valen nada, que son inútiles como los besos que perdieron el fuego. Y algo en tu interior te dice que no te pases de perplejo, que no te quedes inmóvil y a merced de tus miedos, que hagas boxeo de sombra ante tus inseguridades. Pero andas torpe y meditabundo, buscando explicaciones para el desasosiego. Y las palabras de Antonio Vega te quedan como anillo al dedo: “Pierdo el norte,/ me vuelvo torpe, cansado./ Aún recuerdo cómo fue,/ cómo te perdí./ Fui un ingenuo,/ fui tan iluso./ Yo pensaba resistir,/ confiaba en ser capaz/ de olvidarte así./ Voy a ciegas,/ dando tumbos,/ sin dirección./ Te fuiste sin decir adiós/ y pensé poder vivir/ sin tus besos/ ni tu ternura". Porque no es fácil lidiar con las despedidas y esta pésima colección de adioses. Ya lo dictaminó Dante Guerra: "Siempre duermo con temor/ de que vuelvas a mis sueños/ tan sólo para despedirte/ mucho peor que aquella vez,/ la última que te largaste./ A veces duermo con ganas/ de que amanezcas a mi lado,/ con tu cuerpo volcánico/ y esa furia temprana/ de reducirme a cenizas/ con tu lengua de fuego./ A veces duermo con ansias/ de hacerte mía otra vez/ aunque me conviertas/ en piedra este corazón/ que no deja de cincelar tu nombre". Es verdad, aún dormimos queriendo que amanezca pronto para no soñar tanto en l@s que se largaron sin fecha de caducidad ni hora de regreso.

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