Perfeccionar el arte del escapismo

16/07/2015 05:00 Roberto G. Castañeda Actualizada 05:00
 

Claro, no faltan los truhanes que te cuentan las cosas más estúpidas con tal de gorrearte un trago. En una de esas tardes rutinarias, en las que sólo habíamos algunos clientes asiduos, entró un sujeto que irradiaba seguridad, con pelo envaselinado y su portafolio metálico. Miró a su alrededor, me observó unos segundos y fue a sentarse a mi lado. “Buenas tardes”, dijo con amabilidad exagerada. Sólo le saludé con un movimiento de cabeza. Apuesto a que es un vendedor de seguros, reflexioné. Pidió un martini. No mames, a los bares de tercera no se va a beber martinis. Ni que fuera el pinche James Bond en una misión ultrasecreta. Enseguida sacó la cartera y pidió al barman que le cobrara. Se sintió observado y volteó a verme. “Es que tengo la cábala de pagar siempre el primer trago, porque si no me hace daño”, sonrió con una de esas sonrisas que he visto en las películas de estafadores. Ya de cerca me di cuenta que su traje era viejo, que su camisa estaba un poco raída del cuello y que lo único reluciente era su portafolios de aluminio. “¿Y usted a qué se dedica, amigo?”, me cuestionó. “Soy mago”, pero los jueves no trabajo, aclaré. “Ah, que interesante, fíjese que mi abuelo era mago”. Si le hubiera comentado que yo era hombre bala, seguro que hubiera dicho  “de niño yo soñaba con trabajar en un circo” o algo así. “¿Y cuál es su mejor truco?”, al parecer no se dio cuenta de que no deseaba charlar con él. “El escapismo”, hice una mueca de fastidio. “Jajajaja”, se rió en mi jeta, “ni que fuera El Chapo Guzmán”. 

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Aquel sujeto siguió riendo con estridencia, como si yo fuera el nuevo ‘Tin Tan’. Le lancé una mirada flamígera. “Lo digo porque siempre estoy escapando de todo, incluso de los idiotas”, añadí algo aburrido. “Discúlpeme, pero es que usted es muy simpático”, pura lambisconería de su parte. “Permítame presentarme, soy Josué Elizondo”, me extendió la mano y por no ser grosero la estreché, aunque con indiferencia. “Soy especialista en crisis existenciales”, declaró con autosuficiencia. Jajajajajajaja, no pude evitar carcajearme. Quise decirle que él sí que era muy chistoso, pero me tomó con fuerza el brazo. “Es en serio, joven. Y soy muy bueno en mi profesión”. Dejé de reír y le lancé una mirada de odio. El sujeto suavizó el tono. “Aunque usted no lo crea, tengo un doctorado en siquiatría, diplomados en diversas materias, como la exploración del subconsciente, potenciación de la psique” y no-sé-cuántas-jaladas-más. Entonces abrió su portafolio y sacó una cédula profesional, igualita a esas que extienden en la UNAM y también en Santo Domingo. “Sé que no me cree, pero se lo puedo comprobar”, dijo con cierta arrogancia. Me cai que de todos los charlatanes que he conocido, este es el más lunático, pensé. Pedí otro trago y solté mi peor frase de la noche: “Ah, mire qué interesante”. Ya no pude abrirme. Esa fue la clave para que durante una hora “examinara” mi mente, me dijera qué pedo con mi autoestima y los factores de riesgo para que yo entrara en una crisis existencial. De nada valió que yo aclarara que estaba en una crisis existencial desde adolescente, porque las viejas guapas se enamoraban de mis amigos mientras yo me conformaba con las que usaban lentes. 

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Según aquel tipo, yo era brillante pero tenía que repetírmelo todos los días. Antes de despedirse, me dijo que no dudara en llamarlo, “ya tiene mi tarjeta”. Estaba yo tan harto que cuando se fue me sentí aliviado. Salió del bar con la misma seguridad con la que había entrado. Pinche wey tan raro. Después de unos minutos lo olvidé. Hasta que me llevaron la cuenta. El wey se había tomado tres martinis a mi salud. “Son los de su amigo”, me dijo el cantinero. No manches. “Cuando usted fue al baño me dijo que las metiera a su cuenta. Y pues como los vi muy camaradas, no lo dudé”. Ya ni protestar. Ya ni las pinches viejas me han taloneado de manera tan sutil. Hijodelachingada. Sírvanme la otra. Total, el tipo terminó cayendo bien.  Uno nunca aprende a desconfiar de los demás, me cai. Lo malo es que en esos baresuchos nunca falta el idiota que te roba la calma con las chingaderas de Arjona. Es lo malo de las rockolas, que las rellenan con demasiadas pendejadas. Luego llegará otro estúpido a poner algo de Julión Álvarez o Maná. Da lo  mismo. Así que mejor me puse  a jugar dominó conmigo mismo, para ver si ahora sí lograba ganarme. Y los demás empezaron a observarme como si fuera un charlatán o el único loco en ese lugar. Y a mí, como a Roberto Fernández Retamar,  me caen mejor “los más locos que sus madres,/ los más borrachos que sus padres, los que son devorados por amores calcinantes./ Que les dejen su sitio en el infierno, y basta”. No, yo no simpatizo con “los delicados, los sensatos, los finos…/ Los que no han sido calcinados por un amor devorante”.

 

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