El amor es un mensaje de WhatsApp

15/01/2015 05:00 Roberto G. Castañeda Actualizada 16:22
 

 

Hubiera se escribe con h muda. Y también dignidad. Eso fue lo que le dije a Mayté cuando llamó para disculparse. “¡Dignidad no lleva hache!”, replicó como si fuese muy lista. Carajo, hay síntomas, conceptos, actitudes que deberían llevar hache muda, contesté.

De verdad que no te entiendo, Roberto, no te entiendo”, ya no parecía tan lista Mayté. Nunca lo fue, en realidad. De serlo, no se involucraría con hombres casados que nunca la tomarán en serio. Bueno, sólo los viernes de bar y motel. Pero eso no viene a cuento ahora. Lo que terminé por aclararle es que la dignidad debería llevar “h” porque es muda, igual que la palabra “hubiera”. Mira, querida, si lo “hubieras” pensado mejor no me llamabas a las cuatro de la madrugada, si tuvieras dignidad ni siquiera te atreverías a preguntar si aún te amo o si regresaría contigo. En qué capítulo de la telenovela que te inventaste solté la mágica frase “te amo”. Y no, aunque “hubiera” alguna mínima posibilidad de que perdiera el sentido común, no regresaría contigo. Por eso te digo que “hubiera” se escribe con h muda. A veces es mejor ahogarse en silencios, no en alcohol. “¡Qué cruel eres, pinche Roberto!”, hizo una pausa que me pareció eterna, “pero tienes razón, no te hubiera llamado. Estaba demasiado ebria y la verdad es que a veces te echo de menos”. Pensé en decirle algo como: no, tú no echas de menos, tú no necesitas a alguien que te ame. Sólo quieres compañía, porque no has aprendido a estar sola, porque has perfeccionado ese juego de ping pong que es “dime lo que quiero escuchar, dime que soy hermosa, dime que no puedes vivir sin mí”. Sólo que todo eso se lo he dicho ya en un par de ocasiones, cuando terminamos y unos meses después cuando me buscó para echar unas chelas y desahogarse con aquello de que se equivocó al creer que su amante en turno dejaría a su esposa para instalarla a ella en un departamento de Polanco. Entonces yo aún no me cansaba de sus llamadas a deshoras, ni le recomendaba que se buscara una amiga que le creyera sus clichés o que le diera lata a un psicólogo de esos que abundan en internet. Antes de despedirse, me hizo prometer que nos veríamos pronto para echar unos “tragos coquetos” y recordar viejos tiempos. Claro que sí, la próxima semana. Le mentí. Y le sugerí que ya no me llamará a deshoras, que recordara que “hubiera” lleva hache muda. Y dignidad, también. “Ashhh, me chocas, eres un bobo, ¡aburrido! Yo que te llamo para que vengas a calentar mi cama”, se rió y luego colgó. Pero ya estoy curado de los lugares comunes.  

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Mi amigo Rubén sí que es fanático de los lugares comunes. De hecho es tan ordinario que a veces me cae bastante mal, como cuando se la pasa pegado al pinche WhatsApp mandándole mensajes a alguna de sus viejas. “Creo que eres un náufrago”, le sugerí, “siempre mandando mensajes en una botella”. Tampoco es que vayamos a recomponer el trazado del mundo o que lograremos inventar un reloj teletransportador, pero si me reúno con mis amigos de vez en cuando es porque podemos hablar de los asuntos que hablan los hombres. Y no son viejas, coches, viejas, dinero, viejas, trabajo, viejas. Bueno, sí, pero sólo un poco. El punto es que Rubén estaba chingue y chingue con el celular, hasta que me fastidié y pedí la cuenta. “Aguanta, aguanta, nada más le mando un mensaje a Karla y ya estuvo”, ni siquiera apartó la vista del celular. Luego pidió dos tragos más y me puso al tanto. “Voy a regresar con Karla”, hizo como si le restara importancia. Yo sabía que el wey estaba enculadísimo. “Pero hace dos meses la odiabas y te arrastrabas de dolor porque te engañó. ¿Te acuerdas o te haces pendejo?”, le recordé. “Sí, wey, pero yo la engañé primero con Maribel”, se escudó en los pretextos. “Y también con Samantha y con Lorena, sólo que Karla ni se enteró”, le eché en cara. “Bueno, wey, cuál es tu pedo. ¿Eres mi padrote o qué chingados?”, Rubén fingió enojarse. “No, idiota, sólo soy tu amigo y me caga que seas tan pinche predecible. Te dije que ibas a regresar con ella y juraste que ni madres, que antes te tirabas a su jefa… A menos que ya lo hayas hecho”, ambos reímos para aligerar el tema. Más tarde Rubén ya estaba lo suficientemente borracho para pedirme que lo llevara a casa de Karla. No. “Bueno, entonces me voy en taxi”. No. “Bueno, entonces voy a llamarle, préstame mi celular”. No, no seas pendejo. “Es que la extraño un chingo”, casi suplicó. “Siempre lo he dicho, eres un idiota”, sabía que no se molestaría, “ni siquiera deberías tener su número telefónico”. Mi miró con ojos vidriosos, “pero la amo demasiado”. Pendejo. Lo reitero, un hombre enamorado es un imbécil. Y el amor sólo es un anuncio espectacular de condones Sico. Rubén, al igual que yo, solía aferrarse a las relaciones destructivas. “Creo que me voy a casar con ella”, el alcohol potenciaba sus estupideces. Solté una carcajada en su cara. “¿Qué, de qué te ríes, hablo en serio”, me empujó levemente. Te voy a dar cinco razones por las que no pueden casarse: uno) te hará infeliz; dos) la harás infeliz; tres) eres un idiota; cuatro) ella es una idiota; y cinco) el amor es un corazón dibujado en una demanda de divorcio. “Aguanta, déjame comprar cigarros en ese Oxxo”, se encaminó hacia allá y mis palabras quedaron en el aire. En ese momento vibró el celular, pensé que era el mío y no. Era Karla por WhatsApp, buscando a Rubén: “Cariño, ¿sabes de qué tengo ganas? Ven a mi casa y averígualo. Ah, pero antes júrame que sí nos vamos a ir a Cancún como si fuera luna de miel”. Dios mío, por qué me pones en medio de estos melodramas tan chafas. Mejor invoqué a Bukowski: “Encuentra lo que amas y deja que te mate… Siempre hay una mujer/ que te salva de otra./ Pero incluso  mientras/ esa mujer te salva/se está preparando para destruirte”.

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