El diablo tiene mensajes ilimitados

Al día 14/09/2017 08:00 Roberto G. Castañeda Actualizada 08:05
 

"Cada que me sueñes me verás desnuda", me llegó un mensaje de WhatsApp. Era un número desconocido, aunque la frase me sonaba familiar. Regresé una respuesta escueta: "no tengo registrado tu número". La contestación llegó minutos después: "Soy Lucía y estoy en la ciudad. Me gustaría verte, gruñón". Claro, cómo olvidarla. El diablo tiene conexión inalámbrica y mensajes de WhatsApp ilimitados a cualquier pinche hora de la madrugada. Y para acabarla de chingar, es experto en disfraces y robo de identidades. No es el alcohol, ni la soledad, sino el diablo. Hace mucho que no sabía nada de Lucía. Alguien me contó que se había casado y que vivía en Seattle, pero nadie podía asegurarlo. Como sea, la llamada me hizo regresar a la época en que coincidimos como dos desesperados, huyendo hasta de nosotros mismos.

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“Tú podrías hacer todo un catálogo con tus malos ratos”, enfatizó Lucía, “porque cuando te lo propones eres insoportable”. Ouchh. Ella no estaba muy guapa e inclusive era bajita para mi gusto y sin embargo me encantaba. No tenía ojos grandes ni piernas largas, pero lo compensaba con un trasero firme y una inteligencia a prueba de imbéciles. Y cuando se lo proponía, me hacía sentir como un idiota. Quizá por eso, desde que la conocí activé mis defensas. Aún así no funcionaron. Estudiante de diseño gráfico, Lucy planeaba hacer una maestría en Italia porque, se burlaba, para un diseñador es lo mismo que para un futbolista irse a jugar al Milán. “No puedo creer que seas tan apasionado del fucho”, solía recordarme, “tú que presumes de culto”. Le encantaba acorralarme.
“Nunca he presumido de culto, sólo estoy consciente de que no soy tan idiota como la mayoría de tus pretendientes”, aclaré cierta ocasión. No tuve que dar nombres, porque ella bien entendía que mis alusiones eran a sus dos mejores amigos, que se morían por ella. “¡Estás celoso!”, se rio en mi cara. Claro que no, sólo estaba a la defensiva. “Sí, estás celoso”, se sentó sobre mí y me tomó de la barbilla para que la mirara a los ojos. “Tontito, me encantas aunque tú prefieras irte a jugar futbol en lugar de quedarte acostado conmigo”. Nunca quiso acompañarme a mis partidos sabatinos, “porque a mí me da mucha hueva tanta testosterona rodando más rápido que una pelota”, se regocijaba con sus burlas.
Ella invertía sus ratos libres en rescatar mascotas abandonadas, sumarse a causas justas, marchar en solidaridad con los desprotegidos, firmar decretos que me recordaban que “yo no soy una de las putitas que estás acostumbrado a llevarte a la cama”. No puedo negar que su altanería me provocaba o que las discusiones sobre cine o música nos acercaban en lugar de alejarnos.
Y se esmeraba en llevar el control en situaciones que podrían parecer ligeras pero que hablaban elocuentemente de su temperamento. Por ejemplo, si yo elegía una mesa a la hora de comer, ella me tomaba de la mano y me llevaba al polo opuesto del local. Y si le regalaba una mascada azul, ella la iba a cambiar por una de color púrpura. Tampoco le importaba mi perfume favorito, ella me regalaba esencias que la provocaban, “porque hasta en eso eres aburrido”. Qué se le va a hacer, si estudié en escuela pública, me mofaba.

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“Cualquiera pensaría que eres misógino por la forma en que escribes”, fue lo primero que me dijo Lucy cuando me la presentó mi amigo Andrés en una reunión por su cumpleaños. Me reí en sus narices y preferí no iniciar una discusión. Antes de alejarme distinguí la esencia de “Halloween”, un perfume que parecía perseguirme. Más tarde acabamos borrach@s tres o cuatro personas a las tantas de la madrugada. Y yo terminé en el departamento de Lucy. Sus labios, pude comprobar, tenían el sabor de la lascivia. Besaba como si tuviera urgencia por disfrutar la textura de mis deseos, la espesura de la sangre bajo la piel de mi cuello. “Me encantaría tener colmillos y probar el palpitar de tus venas”, aún recuerdo su deliciosa manera de mordisquearme mientras se excitaba.
A ella no le gustaban las películas que yo ponía, aunque disfrutaba acurrucarse a mi lado. “Ese eres tú”, señaló en la pantalla a Hellboy, “un demonio bueno, con alma roja y espíritu de niño”. Yo sonreí y comenté algo como “ojalá no seas tú quien deba limarme los cuernos”. El último recuerdo que tengo de ella es sentada en el sofá, semidesnuda, mientras mirábamos una cinta que ya habíamos visto. “Me chocan tus pelis de sarcasmo”, asentó, “pero me gusta la manera en que te ríes”. Al otro día salí de viaje por cuestiones de trabajo. Y cuando regresé ella había sacado las pocas pertenencias que tenía en mi departamento, como su cepillo dental y las chanclas de baño. Las cosas no andaban muy bien entre nosotros, por razones que no voy a detallar, pero me sorprendió no enterarme de sus planes de fuga.

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Lucía me dejó un poema, que selló con un beso de carmín. Fue una de las pocas señales de cursilería de su parte. Y aún guardo la hoja de su adiós precipitado: “Me muero de ganas por hacerte sentir vivo/ y que desfallezcas en cada suspiro./ Vuelo nocturna hacia tus sueños más ligeros/ para arañar crucigramas en tu espalda./ Cada que me sueñes, cada que me añores,/ recordarás que mi cuerpo desnudo es y será/ aquella tormenta de caricias,/ el océano de fuego en el que estarás naufragando./ E intentarás navegar sin brújula, solitario,/ con una bandera rasgada/ por el viento loco de mi olvido”. Desde entonces desapareció de mi vida, de mi Facebook y también me bloqueó en el WhatsApp. Me enteré que se fue becada a Italia. Entonces pensé que también debería exiliarme lejos, hospedarme en un hotel barato de Bucarest o emborracharme en las ramblas de Barcelona y besar los labios más urgentes de una rumana o una holandesa. Tardé demasiado en intentarlo. Y me conformaré con sonreírle a la chica del área de perfumes o a la demostradora de tequilas en el centro comercial. Hasta que el diablo vuelva a mandarme otro mensaje que me agarre con la guardia baja.

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