Epidemia de tristeza

12/03/2015 05:00 Roberto G. Castañeda Actualizada 17:37
 

 

La tristeza es contagiosa, por mucho que te laves las manos o uses cubrebocas. La tristeza no es una canción; más bien  es una posdata o epitafio que nadie quiere escribir.

Sí, la tristeza es una epidemia. Y no todos sobreviven a ella. Leticia diluyó pastillas para dormir en la leche de sus dos hijos. Ella los mandó a la cama, como siempre y hasta les puso la pijama.  Los miró mientras fueron perdiendo el conocimiento, se acurrucó junto a ellos, los acarició con ternura. Eran su adoración y no podría vivir sin ellos, pero tampoco sin el padre de las criaturas. En cuanto dejaron de moverse, sus lágrimas fueron más insistentes. Los sollozos se volvieron incontenibles. Fito era el vivo retrato de su padre y sonreía con el mismo brillo en los ojos. Laurita tenía algo de ambos y a sus 7 años parecía una princesita como de anuncio televisivo. Leticia y Adolfo se conocieron en la universidad. Siempre se gustaron, así que era natural que se volvieran novios. Ella resultó embarazada antes del último año de la carrera, por lo que debió dejar los estudios. Los padres de Adolfo decidieron que debían casarse, porque además la nuera siempre fue encantadora. Siempre los apoyaron en todo, así que él pudo culminar la licenciatura. Desde entonces ya trabajaba en el despacho de su padre. Allí fue donde se enamoró de la secretaria, que era más joven y más hermosa que Leticia. Cuando Adolfo se lo dijo, ella no pudo articular palabra. No hizo escándalos, ni rogó que lo reconsiderara. Claro que le pareció injusto, pero trató de entenderlo. Llevaban once años juntos y siempre fue una esposa modelo. Claro, él se mantenía en forma y era atractivo. En cambio, Leti se veía al espejo y ya no se gustaba. Las estrías, los kilitos de más, las secuelas de dos embarazos, la falta de ejercicio, le habían pasado la factura. Era linda y tenía buen gusto para vestirse, “pero no puedo competir con una jovencita de 25 años” había dicho a su cuñada Ximena, que siempre fue su confidente. “Ya me pidió el divorcio”, narró abatida, “y me dijo que no nos iba a faltar nada”. Ximena quería mucho a su hermano, pero aceptó que era un imbécil. “Mi papá ya habló con él, pero no entiende porque está enculado”, luego trató de consolar a Leti: “Vas a ver que se dará cuenta de que en ningún lugar estará mejor que contigo y va a regresar con la cola entre las patas”. Pero Leti sabía que eso no sucedería. Se lo musitaba el corazón, se lo gritaba su instinto.

 

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Abatida por la congoja, Leti se sentó frente al tocador. No tenía muchas ganas, pero se maquilló como si fuera a salir, se peinó el cabello y se lo amarró con una cinta negra. Por unos momentos se perdió en la contemplación del vacío. Sin Adolfo la rutina diaria le parecía más pesada que un ataúd. Siempre que se arreglaba, se sentía guapa, con cierto estilo. “Tu abuela te heredó la elegancia”, solía comentarle su madre. “Ay, mi pobre madre, estará desconsolada”. Decidió escribirle una carta. Una vez que dejó todo listo, sin reclamos para nadie, con agradecimientos para sus seres queridos, Leti fue al baño y cerró bien la puerta y las ventanas. Luego se dirigió a la sala, el comedor, las recámaras, para checar que todo estuviera perfecto. Selló con una toalla mojada el espacio bajo la puerta principal. No debía haber ningún punto de fuga. Abrió todas las llaves de la estufa, se persignó y las lágrimas le nublaron brevemente la visión. Sintió naúseas tan sólo de pensar en la desgracia, en lo que dirían sus padres, en la cara que pondría Adolfo. Leti estuvo a punto de desfallecer, pero se recargó en el fregadero. Se recompuso y fue a la recámara. Entonces se tomó su dosis para conciliar el sueño. Mientras el sopor la iba invadiendo, se recostó junto a sus pequeños. Recordó el rostro que tanto le gustaba de Adolfo, el mismo con el que se casó enamorada y que ahora no podía odiar pese a que la había abandonado. No lo culpó, porque las mujeres como ella se entregan sin reservas, sin cuestionamientos. Incluso lo justificó: es que el siempre fue guapo,  así que le parecía normal que otras mujeres se fijaran en él. Antes de cerrar los ojos abrazó a sus dos pequeños. Una última lágrima recorrió su mejilla.

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Alguien notó el fuerte olor a gas, a los dos días. Como nadie respondió a los toquidos, el portero llamó al cerrajero. Nadie está preparado para una escena tan dramática. Llamaron a la policía y también a los familiares. La vecina del departamento 204 musitó una plegaria mientras sacaban los cuerpos. Dicen que Adolfo se desmayó cuando se encontró con el rostro de la muerte. Eso fue hace meses y hasta salió en un par de periódicos. Yo me enteré porque en aquel edificio todo se sabía: si hacías una fiesta hasta la madrugada, si la chava del 403 era teibolera, si yo siempre llegaba borracho, si el señor del 501 le iba a las Chivas. Por eso me mudé de ese sitio, porque no podría dejar de escuchar las risas de esos niños, como siempre que jugaban en la azotehuela. Y es que la tristeza siempre es contagiosa, por mucho que te laves las manos o uses cubrebocas. Tal y como dice Dante Guerra:“La tristeza es una maldita epidemia./ Todas las tristezas son contagiosas/ y por desgracia estamos expuestos a ellas./ En este país podrido hasta los malditos huesos/ la tristeza llegó a niveles alarmantes./ Y no podemos hacer gran cosa,/ si acaso enclaustrarnos un buen tiempo,/ con el riesgo que conlleva el confinamiento./ Será mejor que extremes precauciones/ porque la tristeza mía, la tuya, la de todos,/ son perfecto caldo de cultivo/ para enfermarse de todas las melancolías”. 

 

 

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