Mujeres hechas de maíz, sol y barro

Al día 11/05/2017 08:00 Roberto G. Castañeda Actualizada 08:04
 

Cuando era niño siempre creí que mi madre era muy extraña. Eso era lo que yo pensaba todo el tiempo, mucho antes de convertirme en adolescente. Bueno, ¿en realidad qué jefa no es extraña? Y además era fastidiosa. Sí, sé que sonará duro, pero eso es lo que yo  pensaba de chamaco. Siempre estaba dando lata con eso de "ya métete a bañar” y aquello de “a ver a qué horas te duermes”. Claro que sí, todos tuvimos una madre un tanto extraña, pero la mía se pasaba. Bueno, eso era lo que yo creía cuando estaba dale y dale con lo mismo. A mí me chocaba, cuando era niño, que insistiera tanto en que me bañara. La verdad es que me daba flojera el agua. Así que era lógico que me llenara de piojos. “Seguro te los pegaron en la escuela”, comentaba mi jefa. Alicia siempre tenía razón. Sí, hay que reconocer que era muy sabia en muchas cosas... y novata en otras, como en eso de enamorarse. Pero bueno, estábamos en que mi madre se enojaba cada que me llenaba de piojos, “porque además se los vas a pegar a tus hermanos”. Y así sucedía. O yo le pegaba los bichos o ellos me los pegaban a mí, pero hubo una época en que no podíamos deshacernos de aquella plaga. Era entonces que Alicia hacía las cosas más extrañas: Por ejemplo, nos echaba insecticida en la cabeza, nos enrollaba un trapo viejo y nos mandaba a dormir. Aquello era un maldito turbante de las pesadillas. En cuanto los piojos sentían el rigor del DDT comenzaban a armar su desmadre y a patalear, pero nosotros teníamos prohibido quitarnos aquella cosa de la cabeza. Obviamente era una comezón tremenda, y cuando al fin lograbas dormirte era inevitable que tuvieras pesadillas constantes. Al otro día, al despertar, aquel trapo que nos quitábamos de la cabeza tenía un chingo de piojos muertos. Y nosotros amanecíamos algo mareados, mucho más locos que la noche anterior. Sin embargo, la solución sólo era parcial porque las liendres no desaparecían. Por eso digo que mi jefa era muy extraña: siempre repetía aquel experimento y nunca logró erradicar por completo la plaga. Otra de las manías de Alicia era mandarnos con la abuela a que nos espulgara. Y la abuela María calmaba sus ansias martirizándonos durante horas: allí estaba yo, rogando a los dioses para que me soltara la cabellera y pudiera irme a jugar a los vaqueros. Tampoco funcionaba. De la vergüenza que causaba el que te descubrieran en la primara ya ni hablamos. De la noche a la mañana podías convertirte en el hazmerreír de todo el salón. Hasta que, bendito sea Dios, crecimos un poco, entramos en la etapa crítica en que te gustaban todas las chavitas de la secundaria y nos bañábamos diario. Yo no lo sabía, pero bañarse seguido era el mejor remedio. Mi madre sí lo sabía, por eso insistía hasta el cansancio. Pero eso no le quitaba lo rara. Sí, mi madre era una mujer extraña. Y cuando lea esto seguro esbozará una sonrisa y pensará que sigo siendo el mismo chamaco loco de siempre, que se escondía en las azoteas.

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Mi jefa era tan rara como muchas otras madres. Siempre tenía un remedio extraño para cada enfermedad. Del clásico VapoRub, pasaba a los fomentos de malva para curar nuestros pies sarnosos. “Ya ven, chamacos cabrones, por andar jugando descalzos”, nos regañaba mi madre, pero cuando creces en un barrio tan miserable eres amigo de los perros y te revuelcas en baldíos polvorientos. Y si te quemabas, ahí corría mi jefa a ponerte clara de huevo en la zona afectada. Ah y por supuesto, era infaltable que nos pasara un manojo de ruda por el cuerpo para quitarnos “el aire” o la mala vibra que habíamos jalado de quién sabe dónde. Ahora que lo recuerdo, en el pasillo de mi casa había un chingo de macetas que mi madre cuidaba con esmero. Cómo olvidar la sávila, que Alicia usaba para todo: para las heridas, las manchas en la piel, las verrugas y para un montón de cosas más. Sí, en definitiva mi madre era una mujer muy extraña. Y siempre tenía una solución para todo, aunque eso significara ponerte caca de burro en una picadura de alacrán y embarrarte quién sabe qué porquería para curarte el salpullido. Sí, mi jefa era muy extraña. Nunca tuvo remedios para los males del corazón, nunca me asesoró porque supongo que no sabía ser consejera de sus hijos varones, pero conocía de memoria el recetario para curarnos un simple raspón en las rodillas. Sí, no me cansaré de decirlo, tengo la madre más rara del mundo. Y además es la mejor, como madre, abuela, hermana, amiga. Por eso todo mundo la quiere tanto y la buscan cada que hay que resolver algo, por muy peculiar que sea. Sí, mi jefa es un recetario ambulante. Y es morena y me enorgullezco de que sea la madre más extraña del mundo, porque gracias a eso he sobrevivido a todos los males. Por eso es que Dante Guerra la ha descrito a la perfección: “Mi madre es dueña de un corazón de fuego,/ así que domina los océanos de ira/ y contiene los vendavales del hambre./ Y no dormía por vigilar mis sueños,/ y me arropaba las vulnerabilidades./ Mi madre es hechura de maíz y trigo,/ orgullo de barro y sol moreno./ Y tiene la mirada buena de aquellas mujeres/ que han sobrevivido con dignidad a demasiados infiernos”. Aunque reflexionándolo bien, no sé en que carajos estaba pensando Alicia cuando nos ponía aquellos turbantes de pesadilla para exterminar los piojos.  Y en homenaje a su paciencia le dedicó unas líneas adaptadas de Rafael Valero: “Tengo un silencio de guitarra muerta;/ un reloj detenido en la hora a precisa./ Tengo una canción vaga, recorriéndome el alma…/ Tengo que agradecerte/ por enseñarme a andar mil caminos./ Porque sin tu brújula/ sería como un astronauta en el exilio,/ o un niño que llora su extravío”.

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