El oscuro vals de la muerte

11/02/2016 14:16 Actualizada 19:53
 

Sólo es una foto pero tú estás mirando fijamente a la cámara. Seguramente alguien pidió que “digan chis”, aunque tú no pareces haber hecho caso. Te faltaban sonrisas y motivos para albergar destellos en tu mirada. A tus seis años algo anticipabas. Seguro estabas rodeado por miedos que no alcanzabas a comprender. No debieron archivar esa imagen, reflexionas. Tu corte de cabello era espantoso, de “casquete corto” para no gastar tan pronto en la peluqueada. Estás de pie, con los brazos cruzados, como si posaras junto a un extraño. Pero no, tu padre está a un lado, con el codo reposando sobre una especie de asta bandera. Él sí sonríe, con su peinado impecable y sus zapatos boleados. La particularidad de la imagen es que da la impresión de que son dos fotos distintas. Te separan unos 30 centímetros de aquel adulto, como si fuera una metáfora del futuro: tan cercanos y al mismo tiempo tan distantes. A tu padre le sobraba desgano. El mismo desinterés que se asoma en tu mueca de yo-lo-que-quiero-es-irme-a-jugar. No es raro que tengas pocas fotografías con tu padre, si acaso tres o cuatro, porque escapó quién sabe a qué puerto, con qué bandera, hace bastante tiempo. Y no existe una foto familiar con los seis, padre, madre y cuatro hijos. Y eso está mucho mejor, porque no hay falsas sonrisas, ni abrazos posados, como tampoco alguien que fechara la instantánea en el reverso. Qué bueno, porque sería otra foto que borrarías de la memoria. Para qué una postal sin poesía, cuando la realidad es una bestia herida que te recuerda que las heridas cicatrizarán pero queda la huella. 

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Una postal más. Tu peinado siempre fue más rebelde que tus ideas. ¡Ah, tu playera de los Ramones! ¿Qué habrá sido de ella? Tus cuates de la prepa sonríen como si esa amistad estableciera códigos eternos. Parecían tan hermanos. Incluso intentaron entrar a la misma facultad, aunque eligieron carreras distintas. Sólo tú aprobaste el examen y los demás recurrieron a su segunda opción, así que se desperdigaron en la UAM, en el Poli. Intentaron seguirse viendo, retomar las tardes de chelas y rock, las bromas locales y los chistes tontos, pero las circunstancias, las nuevas amistades, se acabaron imponiendo. Y Los Killers te despiertan la añoranza: “Quemando el horizonte de esta autopista,/ tras la espalda de un huracán/ que ha empezado a dar la vuelta./ Cuando eras joven, cuando éramos jóvenes./ Y a veces cierras tus ojos/ y ves el lugar donde solías vivir,/ cuando eras joven./ Dicen que el agua del diablo no es tan dulce./ No tienes que bebértela ahora,/ pero puedes mojar tus pies en ella cuando quieras”. ¿Dónde se extraviaron las intenciones de ser amigos toda la vida? ¿Ya se habrá casado Marisoul? ¿Morrisey seguirá poniendo apodos rockeros a sus cuates? Aún recuerdas el día que te habló al terminar la clase de Inglés: “Está chingona tu playera”, señaló la imagen de The Cure y luego encendió un cigarrillo. Miró a dos chicas que pasaban, con esa actitud de el-rock-es-mejor-que-las-mujeres, y te endilgó el apodo que te perseguiría tres años: “Te pareces a Bowie, ¿te late David Bowie?”. Respondiste afirmativamente, no porque te parecieras sino por lo segundo. Y no te parecías a Bowie, sólo estaban emparentados por el peinado y la extrema delgadez. Aún así, no protestaste. Era mucho mejor “Bowie” que el poco interesante “Flash” que cargabas en la secundaria. Luego conocieron a Eduardo, al que le puso Hendrix nada más porque tocaba muy bien la lira. Bola de locos, de arrogantes y soñadores.

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Siempre fuiste el más listo del grupo, pero tratabas de minimizarlo. Morrisey se bautizó a sí mismo, porque argumentaba que “le doy un ligero aire, sobre todo cuando hablo inglés” y reía escandalosamente. La neta no se parecía nada, pero este Morrisey era mucho más divertido y casi siempre traía la misma playera de Los Smiths. Y en esa fotografía su camiseta había perdido brillo, igual que lo han perdido los propósitos de seguirse frecuentando. En la universidad conocieron nuevas amistades, se enamoraron de mujeres complicadas y encontraron algo de sabiduría en los libros. Aún conservas aquella foto en la que su rebeldía era más una pose que una actitud ante la vida. Morrisey tiene el brazo sobre tu hombro, tú llevas un cigarrillo en la boca y lentes oscuros como Los Ramones de tu camiseta, Marisoul ríe por algo que acaba de comentarle Hendrix, y Maxi tiene esa mueca tan de él que parecía indicar que sabía algo que los demás no apreciaban. Seguro que así fue, porque el buen Max era el mejor parecido y se casó con una vieja que tiene mucha lana y vivían en Bélgica trabajando en la embajada. Alguien de la prepa, que no era amigo común, contó hace unos meses que Maxi y su mujer habían fallecido en un accidente de tránsito. También surgió la versión de que Morrisey se había suicidado por desamor. No lo imaginas sufriendo por una chica. Sí estaba medio zafado, pero no lo ves cortándose las venas. Tal vez sea cierto, quizá no. Como sea, no envidias su vida y mucho menos su presunta muerte. Tú nunca aspiraste a ese tipo de cosas, hubieras preferido conservar un par de buenos amigos de aquella época, pero sólo queda la añoranza y una foto que no recuerdas quién habrá tomado junto a la cafetería. Ya no eres Bowie, nunca lo fuiste realmente. Habrá que borrar esa foto de la memoria, en honor a los tiempos que nunca volverán, en tributo a las bromas que hoy te parecen algo infantiles. Y enciendes un cigarrillo y miras por la ventana mientras el frío empaña el cristal y distorsiona las luces lejanas, tan siempre lejanas. Sólo quedan unas cuantas fotos. Y algunas canciones tristes, como marchas fúnebres que acompañan los recuerdos. Ya lo dice Dante Guerra: “Que la muerte toque el piano,/ que rasgue el arpa triste,/ el día que escriba mi epitafio./ Que la muerte haga un soneto,/ que interprete su negro vals,/ el día que yo venda mi alma/ o empeñe mi escaso talento/ al servicio de los malditos/ que esquilman al pueblo./ Sí, que la muerte me dedique/ su aburrida marcha fúnebre/ el día que reniegue de mis orígenes”.

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