Qué madre tan extraña me tocó

08/05/2014 05:00 Roberto G. Castañeda Actualizada 16:28
 

Mi madre era una mujer muy extraña. Eso era lo que yo creía todo el tiempo, cuando era un chamaco. Bueno, ¿en realidad qué jefa no es extraña? Y además era fastidiosa. Sí, sé que sonará duro, pero eso es lo que yo  pensaba de chamaco. Siempre estaba dando lata con eso de “ya métete a bañar” y aquello de “a ver a qué horas te duermes”.

Matarme los piojos con insecticida. Raparme la cabeza. Vestirme como adulto chiquito. Aquellas  gafas ridículas. Esta maldita melancolía. Las pésimas fotos en mi boleta de primaria. Bailar la “Danza de los viejitos”. Hay un montón de cosas nada agradables, algunas bastante ridículas, de las que mi madre es responsable. Aún habitan en mi memoria los momentos más vergonzosos de mi infancia: Aquella mañana en que mi pareja de baile faltó al festival del Día de las Madres y me quedé en el salón, con mi reluciente traje norteño, mientras mis compañeritos danzaban una polka que todos aplaudían. Yo ni quería participar, pero mi madre insistió en que no había de otra: o bailas o te pongo una chinga. Y me salvé de la chinga, pero no del ridículo. Porque yo me sentí avergonzado, abandonado como un  pobre idiota que se enamora de la mujer incorrecta. Durante un par de meses ensayé con aquella güerita que me gustaba de lejos y aún más de cerca. Ella nunca dijo nada, y yo tampoco porque era más bien tímido, pero nadie sospechaba que el mero día del bailable no se iba a presentar. Mi madre se enojó bastante, con el argumento de “para eso me hacen gastar tanto” y la maestra intentó reconfortarla con el ungüento de  “no se preocupe, que voy a reprobar a Laurita”. Y mi jefa, aún molesta, reviró que “a mí eso de qué  me sirve, como si me fueran a devolver mi dinero”. Y yo enmedio, con mi cara agachada, mirando ese sombrero negro que ni siquiera me gustaba usar. Y a mí nadie me preguntó qué pensaba, si me sentía bien o si me preocupaba que mis compañeros se burlaran o que me apodaran desde entonces “El abandonado”. Laurita no volvió a mirarme a la cara, me rehuía, y yo acabé convencido de que no volvería a participar en bailables.

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Mi madre era una mujer insistente, de esas que no aceptan negativas. Y siempre salía con sus clásicas frases del tipo “algún día me lo agradecerás” o aquello de “a mí tampoco me gusta, pero es por tu bien”. Así que tuve que volver a participar en los festivales de la escuela y bailar la infaltable “Danza de los viejitos” y el “Querreque” y hasta declamar alguna cursilería o participar en el coro de la escuela. Y a mí me importaba un bledo, algunas veces hasta me sentía expuesto al ridículo, pero mi madre estaba convencida de que aquello tenía alguna utilidad o simplemente repercutía  favorablemente en mis calificaciones. No lo sé, la verdad es que no lo sé, pero para mí era un jodido tormento andar siempre con disfraces ridículos. En cambio, yo anhelaba un traje de Batman para descolgarme por las azoteas de la vecindad. Pero no, mi jefa parecía empeñada en que yo saliera vestido de abejita  en el Día de la Primavera o verme bien cagado con mi traje de grillito mientras bailaba alguna ronda infantil junto a un montón de chamacos desmadrosos. Y yo no lo sé pero lo intuyo: seguro hay alguna foto de esos momentos incómodos en el álbum  de mi madre o de algún familiar. Yo sólo espero que mis enemigos nunca las utilicen para “quemarme” en público. Bueno, al menos no tengo que avergonzarme de que Salinas de Gortari sea mi “padrino” político. Y eso es gracias a que mi madre es una mujer honrada y decente, que no tiene nada que ver con hijos de la chingada. En efecto, Alicia es una mujer bastante común, con hartos defectos, pero me enseñó a quedarme en el bando de los buenos. No, mi madre no fue perfecta, tuvo un chingo de errores y hay bastantes cosas que son reprochables. Incluso pudo equivocarse al educarme y hacerme un suicida potencial, no premeditadamente desde luego, pero en algo no erró: me heredó estas tremendas ganas de seguir adelante. Mi jefa a veces deliraba, tuvo sus excesos, me castigó en demasía, pero una vez que mis hermanos y yo crecimos al menos tuvo el tino de no entrometerse demasiado en nuestros planes a futuro. Digamos que optó por patrocinarnos un curso intensivo para ser libres.

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Cuando eres niño hay una lista de cosas ridículas que quisieras evitar: los abrigos de Chinconcuac, los pantalones aguados, las gafas demasiado “adultas”, los zapatos anticuados, el peinado relamido, la camisa abotonada hasta arriba, los suéteres tejidos de la abuela, las fotos del Primero A, Segundo B, Tercero C en las que sales con tu cara de menso, la torta de sopa o atún para el recreo, los disfraces del Día de la Primavera, el uniforme de la escuela, el corte de casquete corto, que tu madre te llevara a la escuela cuando ibas en sexto, esa constante manía de tu jefa de regañarte frente a los demás, que te mandaran en invierno con la pijama abajo del uniforme, y también la insistencia de tu jefa con eso de “¿ya tienes novia?”. En resumen, hay una larga lista de ridiculeces a las que te expuso tu madre. Y sin embargo, hoy que lo recuerdo no me causan más que algunas sonrisas. Porque yo tuve una jefa que fue como un ángel de la guarda. Y hoy que la abrazo con más constancia de lo que ella lo hizo conmigo no tengo dudas. Alicia fue imperfecta, cometió muchos errores, pero hay algo que nunca será reprochable: siempre estuvo conmigo, a mi lado, me hizo sentir seguro de que el camino elegido ha sido el correcto. Y ahora que me observa con ojos cansados, ahora que sus pasos cortos se acercan a mí, ahora que me acaricia el cabello, me besa la cabeza y me dice “tú siempre me preocupaste, de hecho nunca dejas de preocuparme”, sé perfectamente que esa mujer es a toda madre. Por eso es que Dante Guerra la ha descrito a la perfección: “Mi madre es dueña de un corazón de fuego,/ así que domina los océanos de ira/ y contiene los vendavales del hambre./ Y no dormía por vigilar mis sueños,/ y me arropaba las vulnerabilidades./ Mi madre es hechura de maíz y trigo,/ orgullo de barro y sol moreno./ Y tiene la mirada buena de aquellas mujeres/ que han sobrevivido con dignidad a demasiados infiernos”.

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