Mi madre era muy extraña

07/05/2015 05:00 Roberto G. Castañeda Actualizada 20:35
 

 

Era el primer día de escuela y mi madre me levantó tempranísimo, sin importarle que a mí ni me gustaba bañarme y menos a las seis de la mañana, por muy caliente que estuviera el agua. De allí mi pésimo humor. Estábamos formados para los honores a la bandera. Y tenía que tocarme a mis espaldas el típico cretino que se la pasa chingando a todo mundo, el que patea las mochilas, el que le jala la trenza a las niñas, el que te exprime el boing en el recreo, el que te tira la torta con el balón, el mamón que se siente mucho porque su mamá le manda regalos a  los maestros cada que es su cumpleaños. Pues cómo no me iba a caer gordo el chamaco, si en lugar de cantar el Himno Nacional se la pasó cantando que “a todos les apesta la cola, sobre todo al cuatrojos de adelante”. Y no es que me apestara la cola, porque hasta eso que me bañaba correctamente, pero  a esa edad uno se ofende hasta porque le dicen “come torta con tu hermana la gordota”. Quizá ese cabroncito tenía un sensor especial para detectar a los débiles. O se daba valor porque notaba mi timidez, mi fatal pinta de nerd con lentes y aquel suéter remendado de los codos. A los tres días Jaime Rangel, que así se llamaba mi nuevo enemigo, ya había aventado mi mochila por la ventana  y me puso un letrero en mi banca que decía “soy un cuatrojos” y también me pegó un chicle en el cabello y tuvieron que pelarme casi a rape. Y yo me veía en el espejo y me sentía el peor tonto del mundo. Yo ya odiaba a Jaime Rangel con ganas de que un día amaneciera enfermo y faltara a la escuela una semana. O que me enfermara yo, que me diera viruela loca o cualquier cosa  que me pusiera en cuarentena. Pero nada de eso sucedió. 

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Hasta aquella mañana que no aguanté más. La maestra salió, seguramente al baño o qué se yo, y el pinche chamaco fue hasta mi lugar y me hizo burla por no sé que cosa. Y le dije que no estuviera molestando, pero algo le dio valor y me quitó mis lentes de aumento y se me encendió la cara y algo me empujó a tomar el lápiz y que se lo encajó en la cabeza. Le arrebaté las gafas mientras él hacía una cara de espanto que se transformó en llanto. La maestra entró y de inmediato supo que algo andaba mal. Un hilillo de sangre discreto resbaló por la frente de mi compañero. A él lo llevaron a la enfermería, mientras a mí me condujeron a la dirección. Me expulsaron tres días del colegio.  A él le dieron una paleta como consuelo. Mi jefa me puso una chinga con el argumento de “hijos de la chingada, con ustedes no voy a caber ni en el infierno”. Yo me sentía culpable. Y me deba terror regresar a la escuela, porque sospechaba que la venganza de Jaime sería doblemente cruel. El viernes que entré al salón yo estaba tan nervioso que no quería ni levantar la cabeza del cuaderno. Pero todo fue distinto: mis compañeros me miraban con simpatía. Y las niñas que antes no me hablaban hasta me sonreían. Parecía que todos querían ser mis amigos. Después supe que los días que falté todo mundo habló de mi osadía. Como si hubiera sido una hazaña enfrentar al más odioso del salón. Cuando entró Jaime me observó de reojo, evitó chocar con mi mirada. Y en el recreo mis compañeros me invitaron a jugar futbol por primera vez. Cuando sonó la chicharra y regresamos al salón casi choqué con Jaime, pero el dio un paso atrás y capté su sobresalto. Comprendí que el idiota me tenía miedo. Los cobardes no están preparados para la seguridad en los ojos de otros.

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Cuando se es niño se sufre por todo y se tienen muchos sueños. Y hay que darles alas a esos sueños, para compensar el dolor. Y en lugar de esconderte la pelota, deberían dejarte ser Messi en la cascarita de tu calle. Cuando se es niño sólo quieres querer a la chica que te sonríe y que tus cuates sean para toda la vida. Cuando se es niño te entusiasman las cosas más simples: reír como loco, ganar en los videojuegos, encontrar figuras en las nubes, rodar en el pasto, jugar con robots. Y cuando se es niño tu madre es muy extraña: te ama pero te castiga, te obliga a usar suéter, te hace tortas de fideo, te persigna antes de salir, te abraza como si fuera la última vez. Cuando eres un chamaco te parece raro que tu madre lave ropa a las tres de la mañana o que te haga limpias con ruda para curarte del espanto. Incluso, se te hace de lo más raro que tu jefa te sobe los pies con alcohol por razones inexplicables; también que te peine con limón para la foto de la credencial. Y que se empeñe en mandarte tan limpiecito a la escuela. O que te lleve de excursión a Chalma o San Juan de los Lagos a rezarle a sus santos preferidos. Cuando eres niño, tu madre es la más extraña del mundo pero agradeces que te tranquilice en los días de tormenta. Y bendices que tu mamá o te cure la tos con Vick VapoRub. Hoy mi madre es la misma de siempre y ya no me parece extraña sino muy sabia. Y su alma y su bondad alcanzan para cobijar aún a la distancia. A estas alturas el corazón de mi madre parece cansado, pero su fe y su calidez no dejan de alumbrarnos.

 

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