Cogida a la tapatía

Sexo 29/11/2016 05:00 Lulú Petite Actualizada 11:44
 

Querido diario: Llegué a trabajar a Guadalajara. Tiene su encanto esta ciudad. La gente es amable, se coge rico y siempre hay algo qué hacer, un lugar para visitar, alguien con quien conversar y la comida es riquísima. Después de matar mi antojo de unos taquitos de pescado y camarón que preparan por el rumbo de la Minerva, me fui a preparar mis citas al motel.

El frío en Guadalajara estaba de los mil demonios. No sólo era la temperatura, que estaba de por sí baja, sino el aire que pegaba en la piel y calaba hasta los huesos. Estaba temblando. Lo peor es que no llevaba ropa abrigadora. Además de los pants con los que viajé, sólo cargué con mi ropa de trabajo, vestidos y zapatillas que, sin llegar a lo vulgar, son más bien reveladores. Ropita putona ¿Sí?, después de todo si vendo cuerpo, no puedo llegarle demasiado tapada al cliente.

Me llamó un chico que se llama Jorge. Me puse un vestidito blanco con la falda arriba de las rodillas y los hombros descubiertos, mis zapatillas y, tiritando, caminé a la habitación. Una ventisca me golpeó la piel y me la puso chinita, aceleré el paso para refugiarme en la habitación de Jorge, el cliente. Tiene ahí en Jalisco un negocito en el que le va lo suficientemente bien para pagarse el sustento, la pensión a sus hijos, quienes viven con su esposa y sus gustitos, entre los cuales, en esta ocasión estuve yo.

Me contó, pues generalmente se platica un poco con el cliente para romper el hielo antes de coger, que tuvo un pasado medio revoltoso, era más borracho que un gusano de mezcal, y cuando estaba ebrio no se le daba la monogamia. Se ponía ojo alegre y calzón flojo, y que por eso un día, cuando en medio de una borrachera su mujer lo agarró en flagrancia con los tobillos de una chica sobre sus hombros y en su propia casa, tomó sus maletas y a sus chiquillos y se fue.

Después de un largo juicio de esos en los que se dividen los bienes y se suman los males, ella se quedó con la mayor tajada y, desde luego, la custodia de los hijos, a quienes le permite verlos un domingo sí, un domingo no. Su historia se estaba poniendo cada vez más lacrimógena, pero él mismo le cambió el tono. Estaba feliz. No por no poder ver a sus pimpollos, sino porque desde hace un año se ha estado sintiendo distinto.

Es un Jorge mejorado. Dejó la bebida y ha estado trabajando en sus asuntos personales. Ya no toma, es un alcohólico en proceso de redimirse, pero aún siente en el pecho, de cuando en cuando, la necesidad de tocar otra piel, de besar unos labios femeninos y perderse en los placeres del orgasmo. Le falta afecto y se lo provee como puede. No le gusta buscar romances, no sabe hacerlo sin un trago en la mano, así que para no caer en tentaciones va a lo seguro. Llama a profesionales y, cuando le dan ganas al instinto de sacarse los chamucos del cuerpo, con nosotras coge. He ahí el motivo por el cual me llamó.

Jorge no sentía frío. Es gordito y, según me dijo, le gusta este clima y odia el calor. Y era cierto. Su temperatura corporal no era la ambiental. Cuando me abrazó estaba calientito, rico. Me sentí como si me estuviera cachondeando una cobija. Estábamos fajando cuando se lo sentí.

Estaba tieso y prensado. Mi piel se erizó al sentir su aliento detrás de mi oreja. Me susurró algo que no entendí, pero que encendió mis sentidos. Metió una mano debajo de mi blusa y atrapó mi seno entero, como si tocara un corazón latiendo. Me besó muy tiernamente, al principio, pero después se despertó la bestia. Sus dientes presionaron lentamente mis labios. Sentí el peso de su torso sobre mi cuerpo tembloroso. La cercanía de la piel, de dos cuerpos con bríos. Mi cuello recibió su cara. Aspiró mi aroma, extasiado, infatuado. Me acarició el cabello, me lamió el filo de la oreja. Sus ojos se clavaron en los míos, a medida que nuestros dedos se entrelazaban. Sin más preámbulos, abrí las piernas y encontré su miembro punzante, hirviente, húmedo y férreo, entrando en mí, taladrando mis entrañas. Ya no tenía frío, su calor ya era el mío. Pareciera que emitimos vapor y un olor rico, a perfume y sexo.

Este sopor nos sobrelleva y tenemos que detenernos por un minuto para retomar aliento. Me toma por la cintura y me aprieta bien contra su abdomen. Es como una almohadita muy rica. Me aferro a su pecho, arqueo la espalda, mi cabello cae sobre mi espalda como una cascada. Veo la cara contorsionada de Jorge, sus palabras salen como soplidos, con acento tapatío. Está a punto, lo siento. Su pene tiene pulso, está vivo, es un volcán. Tiene la cara, lo sé, él lo sabe. Lo siente bullir dentro de sí, como algo que quema y que arrasa con toda la conciencia. Es un caos muy rico. Le digo que no pare, que se siente divino, que me va a volver loca. Se muerde la boca, un tono rojo le baña toda la tez. Aprieta todos los músculos y descarga, tragándose su grito de placer. Después sonó el teléfono. Otro cliente. Habría que irse a calentar otra cama, a vivir otra historia.

Hasta el jueves, Lulú Petite

 

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