Por una cabeza: Por Lulú Petite

29/07/2015 22:37 Lulú Petite Actualizada 10:04
 

QUERIDO DIARIO: Afortunadamente, nunca he sufrido una migraña. A lo más, un dolor de cabeza de esos que se pasan con una aspirina o una buena cogida, pero migraña, de esas que son como si ‘El Piojo’ Herrera te hubiera topado en un aeropuerto, de esas nunca. El caso es que, en estos tiempos, con tantos avances en la ciencia médica, muchas de las dolencias que prevalecen están relacionadas con el estrés. Desde problemas estomacales, cardiacos o de piel, hasta pasar por las martirizantes migrañas.

Lo sé de buena fuente. Uno de mis mejores amigos, por no decir que el mejor, las sufre constantemente. Claro, tiene uno de esos trabajos en los que se vive al límite de la cordura. Siempre al filo de fechas fatales, de entregas impostergables, de reclamos de sus jefes. Financieramente, la va librando bien, pero le provoca unos estragos físicos insoportables.

Alguna vez, incluso, tuve que ir a rescatarlo de una cama de hospital. Era tan fuerte su migraña que terminó tendido en una camilla, con tres inyecciones intravenosas y ni así podía ponerse de pie y vencer el dolor de cabeza, la intolerancia a la luz, el mareo, las náuseas. Comenzó entonces un tratamiento, principalmente de autocontrol y ansiolíticos, que le permiten soportar razonablemente sus dolores de cabeza.

Pero el de él es sólo un caso, en tiempos como éste, las migrañas son ‘el pan nuestro de cada día’. Un taladro hidráulico retumbando en las paredes del cráneo. Para mayor colmo, como la migraña es producto de la presión y el estrés, cuando viene y solamente quieres relajarte, meterte bajo la ducha, ponerte una compresa fría en la frente, tomar una pastilla para que se te alivie la molestia y hacer una buena siesta, es cuando más presiones tienes, cuando las cosas no pueden esperar. Eso era lo que hacía que mi amigo empeorara: sabía que el trabajo urgía y como el dolor de cabeza no le permitía hacerlo, le dolía más y así, hasta volverse insoportable.

Tengo muchísimos clientes cuya tortura cotidiana son las migrañas.

El viernes pasado atendí a uno que parece haberse acostumbrado a vivir por siempre con un ladrillo flotando en el hipotálamo. Es de los más estresados, pues siempre anda al teléfono, dando órdenes y confirmando información. Fuma nerviosamente cigarrillo tras cigarrillo y tiene la manía de darle vueltas a un anillo de plata que adorna su anular izquierdo. Es como un tic eterno. Nunca para. No existe pastilla, jarabe e inyección en el planeta que no haya probado sin conseguir resultados satisfactorios. Algunos medicamentos le han dado alivio temporal, pero salvo eso, ha tenido que aprender a soportar días de cefalea crónica.

—He probado de todo —me confesó una de las primeras veces que nos vimos, con los ojos rojos y un vestigio de genuino desespero.

Con este cliente tengo un rito particular que le ha ayudado en gran medida. Básicamente, lo desconecto de todas sus preocupaciones. Primero lo meto al jacuzzi y le digo que me espere. Mientras se llena de agua tibia, voy a la habitación y pongo su celular en silencio. Así lo hemos acordado, él no se anima a hacerlo.

Después me meto con él al agua y lo masajeo. Empiezo por su pecho. Parece mentira, pero sobar su pecho haciendo circulitos transmite vibraciones al corazón. Esto reduce sus pulsaciones a un ritmo más acompasado y tranquilo, por lo que la sangre fluye de manera más suave y no presiona tanto las arterias. Después de trabajar en su pecho, me concentro en su cuello y en sus orejas. Esto le da un poco de cosquillas y le da al cuerpo un shock de sensibilidad. Luego viene la mejor parte. Hundo mis dedos entre su cabello y describo surcos en dirección descendente. Mientras presiono cuidadosamente ciertos puntos de su cuero cabelludo, le doy agua para que beba. Esto ayuda a que los coágulos que pudieran haberse formado se destraben y el torrente sanguíneo sea más estable.

Yo lo llamo “Migrañitas” y él dice que soy su “Medicina”. Disfruto gratamente el aspecto terapéutico del oficio. El lado curativo de la cama, la cogida medicinal. ¿Saben cómo sé que “Migrañitas” se siente mejor? Porque diez minutos después del masaje ya no le da vueltas como un obsesivo al anillo en su pulgar izquierdo. Está desconectado. Entonces, una vez que lo alivio de su cabeza superior, puedo encargarme de su cabeza inferior.

Con la mente despejada, puede hacer el amor como un campeón, salir a la pista, montarme a toda velocidad, hacer piruetas, vencer sus preocupaciones, hundirse entre mis piernas cabalgando con la firmeza de un jinete de primera, llevando a una yegua pura sangre y lograr el orgasmo sin presiones molestas, galopando hasta la meta del éxtasis y ganar, por un cuerpo o, mejor dicho, por una cabeza.

¡Buen trabajo! Me digo a mí misma, sabiendo que explotar el potencial sexual de un hombre es algo para sentirme orgullosa, pero además sacarlo, al menos por un rato, de un martirio que le nubla el pensamiento, es para celebrarse. Al fin y al cabo es lo que todos buscan: sentirse mejor con ellos mismos.

Un beso

Lulú Petite

 

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