Cada vez más dura...

Sexo 29/03/2018 05:18 Lulú Petite Actualizada 05:25
 

Querido diario: Desde la cama podía verle la retaguardia a Juan, quien se cepillaba los dientes. Es un quisquilloso sin remedio, pero un buen cliente, cariñoso, educado y sobre todo respetuoso. Tiene esta extraña manía de ir al baño a hacerle una ronda de mantenimiento intensivo a su dentadura justo antes y después del amor. Cuando llego siempre está recién duchado y, apenas se espabila del sexo, vuelve a la regadera. Así es él, tiene algunas manías. Siempre se quita el reloj, que usa en la mano derecha, y lo pone en su buró perfectamente dispuesto junto a su cartera y su celular, alineados de un modo que pareciera para la foto de una publicidad, como si sentara allí las bases de un plano o si de ello dependiera la estabilidad de la vida planetaria.

Yo también me ducho y lavo los dientes antes y después del sexo, pero es parte de mi trabajo. A decir verdad, son el tipo de manías que en este oficio se agradecen. Un hombre que huele bien, con un aliento fresco, ya de entrada es un buen aliado en la cama.

En fin, Juan me agrada. Es moreno claro con buen cuerpo y el cabello corto. Es empresario. Siempre nos vemos en martes poco después de las cuatro de la tarde y, agenda su cita desde el día anterior. A él le reservo el espacio porque sé que es cumplidor.

Esta semana me recibió con un particular buen humor. Me comentó brevemente sobre un proyecto que estaba saliendo de maravilla.

Lo abracé, contagiada por su alegría. Me devolvió el gesto tomando mi rostro y estampándome un beso en la mejilla. Hizo un pausa, fue a encontrarse con su cepillo de dientes y acomodó todo como siempre. Entre besos, nos desnudamos.

Nos besamos despacio, confundidos entre las sábanas, sentí su miembro pulsar, buscando el refugio que se merecía y deseaba. Escurrí mi mano para acariciarlo. Quería sentir su cálida esencia, su ansia palpable, su entusiasmo sólido, duro, tieso de deseo.

Hundió su rostro entre mis senos. Sus manos tomaron las riendas de sus ganas. De pronto, todo se convirtió en una divina confusión, justificada por el caos generado en nuestra pasión naciente. Nos cruzamos, nos orbitamos, nos buscamos y nos huimos. Quedé de espaldas a él, en paralelo, sintiendo en mis nalgas el punzante romo de su miembro enhiesto. Arqueé la espalda y él me alzó una pierna. Entonces me penetró. Sentí todo su poder, toda su envergadura y su química varonil, atravesándome, incrustándose.

Lo enterró hasta el fondo una y otra vez, haciendo chirriar los goznes de la cama, aferrándose a mi cadera y respirando como un toro bien cerquita de mi nuca.

Me agarré de la sábana, estrujándola, dejando escapar bocanadas de oxígeno, gimiendo hasta el borde del grito, agitándome también, para sentir el empuje de su pieza, que parecía cade vez más dura, más caliente, más palpitante.

Mis tetas brincaban, pero Juan las tomó, pellizcándome los pezones suavemente, lo que disparó aún más un maremoto de sensaciones.

Empapada en sudor, medio en trance y azuzada por mi placer, apreté el cuerpo cuando Juan disparó sus últimos cartuchos y se vino, gruñendo bajito con los músculos tensos.

Una vez que volvimos a la vida real y nos separamos, se fue al baño y yo me quedé observándolo. Desde la cama podía verle la retaguardia a Juan, quien se cepillaba los dientes. Me gustaban sus pompas redonditas. En cuanto terminó de cepillarse los dientes volvió a la cama y se acostó a mi lado. Tomó su reloj y volvió a abrocharle en su muñeca. Se veía contento cuando recibió una llamada. El negocio aquel ¡Se había cerrado! Se vistió de prisa y salió corriendo. Iba tan entusiasmado, que dejó su celular. Un hombre como él, metódico hasta la obsesión, nunca olvida nada. Abrí la puerta y grité al pasillo ""Tu reloj!". Volteó y me vio mover su teléfono en mi mano alzada. Regresó, se llevó su aparato y me besó, prometiendo volver a vernos pronto.

Hasta el martes, Lulú Petite

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