Una lluviosa tarde

28/08/2014 03:00 Lulú Petite Actualizada 17:15
 

Querido diario: 

El primer cliente de esta lluviosa tarde me había avisado de que tenía un sobrepeso de cierta importancia (cosa que me pareció muy atenta de su parte). La verdad es que, aunque me había hecho a la idea, al verle en persona mis expectativas se vieron rebasadas.

No es que el caballero en cuestión pesara muchisisísimo, los he visto con más kilos encima. Lo de este señor era una concentración en la tripa, como si todo el peso extra girara en torno al ombligo. No tengo problemas con tales situaciones, el mío es un negocio en el que no se discrimina a quien tenga con qué pagar y no soy quién para negarle a alguien un rato de lujuria sólo por ser un poco redondo.

Se presentó de nuevo con una ancha sonrisa, me saludó y comenzamos a platicar un rato hasta que decidió pedirme un beso. Se lo di con gusto. En pocos minutos pasamos de un educado besuqueo a que él me metiera mano. También devolví caricias. Cuando por fin se dio por satisfecho de magrearme los pechos y tocarme abajo, me hizo una discreta seña para darle cariño a su miembro.

No estaba mal de tamaño. Muchas veces, no sé por qué, en cuerpos grandes es habitual encontrar penes pequeños, no era el caso. Lo envolví con el hulito y comencé a trabajarle un oral, nada demasiado elaborado, puesto que ya estaba más que listo. Me incorporé para darle un último beso antes de empezar a montarle, y entonces fue cuando caí en la cuenta de que no iba a llegar. El barrigón se interponía en mi camino, y más bien pequeña como soy, no alcanzaba a la vez a montarle mientras le besaba. Sencillamente era una cosa o la otra.

Al final apañé una solución. Soy flexible, lo bastante para hacer lo que hice; un split digno de ser calificado por la Federación Mexicana de Gimnasia para poder ser penetrada por el señor sin huesos rotos de por medio. Para mi gran alivio, no era de los que tardan media hora. El gentil caballero quedó contento, que era lo importante, y yo quedé también contenta por haber salido airosa de tal situación. Y tras eso, ya duchada y lista, aunque con cierto dolor en la cara interna de los muslos por el ejercicio, partí hacia mi siguiente cita.

Con quien me tocaba ahora echar un brinco rápido pero apasionado era con un señor de unos cuarenta y cinco años, hombre de negocios, estresado y sin tiempo, pero con ganas de coger rico. Le había asegurado por teléfono que aunque tuviéramos poco tiempo podríamos pasar un buen rato. Afortunadamente habíamos convenido en vernos en el mismo hotel del anterior cliente, así que apenas me duché y despedí del señor con sobrepeso, corrí al siguiente compromiso sin tener que sufrir la lluvia que seguía empapando la ciudad.

Era un tipo alto, fortachón y atractivo, con una mirada traviesa y una incipiente barba con gruesos pelos negros de mínimo unos dos o tres días. Me saludó con educación y me abrazó para besarme, recordándome que teníamos poco tiempo. Su barba me rasguñó la cara como papel de lija. Me dije que intentaría no besarle demasiado.

Fue, tal y como había pedido él mismo, apasionado, rápido, directo hacia la necesidad. Me arrinconó mientras me desabotonaba y quitaba la ropa y fue directo a mi cuello, besando, lamiendo y en general haciéndome cosquillas. Lo comprobé una vez más: No me gustan las barbas. Aun así, me estaba mojando ya bajo la ropa, pero con tanto cosquilleo lo que tenía que pasar pasó y una carcajada estalló en mi boca, y por reflejo le aparté.

Al principio me miró muy sorprendido, pero luego comprendió y se unió a mis risas. Yo estaba avergonzada, pero él me besó de nuevo.

—Si tan mal te sienta, supongo que es mejor que no baje, dijo, burlón, e hizo ademán de ponerse de rodillas, pero le detuve, riéndome aún más. 

Entre carcajadas terminamos de desvestirnos y cuando llegamos a la cama ya volvíamos a ser un desorden de besos y caricias. Con cada dedo de su mano derecha en un punto indeterminado de mi intimidad, me preguntó que si estaba lista. Nos ocupamos en un segundo del preservativo de rigor y, sin más demora, entró en mí.

Me sentí expandirme a su paso, placer y dolor entremezclados. Ya había advertido que tenía un miembro ancho, bastante, pero no había previsto el alcance del placer que me causaría. Cuando empezó a entrar y salir de mí a un ritmo lento, ahogué un gemido contra su hombro. Su barba me raspaba cuando bajaba el rostro para besarme o mirarme, pero ya no me importaba. Me estaba partiendo en dos, y jamás se había sentido tan rico.

No llegó a acelerar hasta la locura, él no era de esos. Así, despacito y suave, pero con vigor en según qué momentos, me llevó a un orgasmo y a las puertas del segundo, que fue cuando se vino él. Considerado, me terminó con largos dedos en mi interior y besos en el cuello. Nos quedamos tumbados un rato, con los ojos cerrados, escuchando la lluvia golpear los cristales de las ventanas del motel. Sonreí.

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