Un buen palo de despedida

Sexo 28/06/2016 05:00 Lulú Petite Actualizada 08:40
 

Querido diario: En el sexo, como en todo, hay que saber dejar ir. Cerrar etapas, hacer maletas y decir adiós. Así es la vida: Avanzar mientras se pueda.

Ayer tuve una fiesta de despedida privada muy particular con Germán, un cliente muy apreciado desde los últimos dos años. Cuando nos conocimos me dijo que quería irse a trabajar a Nueva York. Peleó por eso, pero a veces el destino es caprichoso y hace unos días recibió la confirmación: Al fin se va, pero el trabajo será en otro continente y en un idioma que apenas conoce. El sueldo, el puesto y las responsabilidades son mayores a las que soñaba en Nueva York y está feliz. No cabe de contento. No lo pensó dos veces, obvio. Las mejores oportunidades se dan así. Y si se abren puertas, pues hay que entrar. Yo entré en la de su habitación.

Ya me había explicado de qué se trataba nuestra cita. Quería decir adiós cogiendo. Miré sus ojos almendrados y su cara redonda y recordé la primera vez que nos vimos. Yo no fui su primera puta, ni él mucho menos mi primer cliente, pero hubo cierta química. Puro sexo, claro está. Puro mete y saca profesional, sin complicaciones, pero quedó un regusto tan agradable de la experiencia, que volvió a llamarme y me hice algo así como la única a quien llamaba. Germán es ese tipo de personas que me encantan. Honestos, educados, buena cama, con los pies en la tierra y las metas en las nubes. Es práctico: él va, cogemos y hasta la próxima. ¿Pero cuándo será la próxima?

—He aquí una de las cosas que más voy a extrañar —dijo chupando uno de mis senos.

Iba siempre al grano. Le gustaba aprovechar bien su hora, sin rodeos. Empecé a desnudarlo yo también, entrando en calor y en el ánimo bestial que dictaba la ocasión.

Su erección era tremenda. Un buen palo pulsando debajo de su bóxer, palpando mi triángulo del amor, rozando mi clítoris por encima como avisándole lo que se avecinaría, advirtiendo sobre sus ganas implacables de penetrarme.

Estaba hirviendo en deseo y podía percibirlo también en sus besos desesperados. Me abarcaba con su boca húmeda, lamiendo cuello, mentón, labios, lengua. Rodamos por la cama. La sábana se volvió un torbellino en torno de nuestros cuerpos desnudos, encendidos por la pasión. Con sus dedos largos y fuertes acarició mi garganta, subió por mi nuca y hundió las manos en las hebras de mi cabello suelto. Sostuvo mi cabeza para besarme con dulce violencia, mordisquearme los hombros, restregar su erección contra los labios de mi vagina, que se humedecía con el roce. El peso de su cuerpo se encargó del resto. Con un movimiento ágil se deshizo del bóxer, se enfundó el sexo con un hilito lubricado y me lo empujó sin contemplación.

Los músculos de sus brazos eran mi asidero. Podía notar sus venas brotadas con las yemas de mis dedos. Podía sentir en mi mejilla el roce de su barbilla, raspando con sus vellos mi piel. Abrí los ojos y me encontré con la maravillosa visión de nuestros cuerpos en el espejo del techo. Mis manos se adherían a su espalda, jalándolo más hacia mí. Mis gemidos, emitidos como un susurro en su oído, le daban más ánimo, y se mecía hacia delante y atrás con soltura. Alzó una de mis piernas y la apoyó en su hombro. Sentí que su miembro hinchado se clavaba hasta lo más profundo de mi centro.

Yo también me movía, apretando mi cuerpo lo más que podía al suyo, acariciando con mi clítoris su ingle. De repente me tomó por la cintura, me dio media vuelta y terminé boca abajo, con las piernas abiertas, ofreciéndole mi flor abierta y cálida, deseosa de ser penetrada sin más dilaciones.

Me la metió de golpe, agarrándome por las caderas y empezó a balancearse divinamente. Yo estiré los brazos y me agarré de la orilla del colchón que golpeaba contra la cabecera. Parecía que todo se iba a desarmar. La estructura se cimbraba, mi mente se ponía en blanco, nuestros cuerpos se hundían en el colchón, como si éste fuera arena movediza. Escuchaba su respiración agitada. Estrujé la sábana y mordí la almohada. Incrementó el ritmo de sus arremetidas, galopando a mil por hora. Me hizo acabar en un orgasmo trepidante antes de venirse él, gritando y desorientado.

Se acostó junto a mí unos segundos antes de recuperar el conocimiento y volver a la vida real.

Mucha gente miente: la verdad es que es fácil hablar de los sentimientos. Sobre todo, cuando son sinceros. Germán no miente ni se anda con sentimentalismos. Me besó, se levantó y se metió en la ducha.

Sé que no lo voy a volver a ver nunca y me alegra mucho por Germán. Es para bien, irse es lo que él quería y ésta es su mejor opción. Es un hombre maravilloso, divertido, inteligente y capaz. No puedo menos que desearle lo mejor.

El murmullo de la regadera es una forma de despedida sin solemnidades ni cursilerías. Decidí ducharme en casa y  dejarlo con sus recuerdos, así que me vestí y le dije adiós.

—¿No me dirás algo bonito? ¿Un buen deseo para mi viaje? —gritó desde la ducha.

—Lee El Gráfico el martes —respondí antes de cerrar la puerta y comenzar a olvidarlo.

Un beso

Lulú Petite

[email protected].

 

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