Dame placer... en los pies

Sexo 28/04/2016 05:00 Lulú Petite Actualizada 17:24
 

Querido diario: Me encantan los masajitos en los pies. Sobre todo si son realizados por alguien capaz de ejercer presión con sus dedos con pericia. Ni muy bruto ni muy blandengue. Simplemente lo justo que necesitas para relajarte y comenzar a sentirte en sintonía con el momento.

Él se llama Juan José y está rozando los 30  años. Su color de piel es divino. Parece canela, café claro o caramelo tostado. Tiene los ojos muy negros, como un par de canicas de petróleo que se clavan como alfileres. Y no falla. Pero se da su tiempo. Acecha, calmado y como pensativo.

Mis pies son plastilina moldeada por sus manos. Sabe darle amor al arco, pasión a los talones y duro a los empeines. No deja de mirarme mientras soba, acaricia y besa mis deditos, mis tobillos. Se toma su tiempo. Dura largo rato atendiendo el tarso, metatarso y los dedos, con un conocimiento de la anatomía del pie que me hace sospechar que es su trabajo. Su toque liviano, como una cosquillita, va subiendo y escurriéndose por mis piernas, ganando terreno por mis rodillas, la parte interna de mis muslos y más allá hasta el monte de Venus. Yo me doblego extasiada, cerrando los ojos para que ningún otro sentido entorpezca lo que siento que me hace. Mientras tanto, mi pies se apoyan en su cara, como si la sostuvieran por la quijada mientras observa, mientras espera para lo que vendrá a continuación.

Empecemos por el principio: A Juanjo lo conocí hace poco por mera casualidad. Bajaba del asensor en el motel cuando me enconté con Guillermo, un cliente que hacía tiempo no veía y que salía del bar del motel con Juan José, quien le seguía como un escolta. Al Guille tengo rato conociéndolo. No era necesario aclararlo, pero seguramente los jovenazos se acababan de echar un brinco con algunas colegas en sus respectivas habitaciones y se encontraron en el bar para echar una copa, después del sexo.

—Ella es Lulú, Lulú Petite —me presentó Guillermo dirigiéndose a su amigo.

¿Cómo iba a saber yo que al decir aquel “Mucho gusto” Juan José me estuviera echando el ojo para su próxima visita al cinco letras? Nos despedimos rápido. Caminé a mi coche y me fui.

A los días me habló al cel el tal Juanjo. Se decantó con su versión del cuento: Aquel día ni sabía que Guillermo lo llevaría al motel, que rentarían dos habitaciones ni que terminarían llamando a unas “amiguitas” y se meterían a darle gusto a la imaginación con ellas. Mucho menos sabía que después de eso me conocería y le entrarían las ganas de llamarme. No se lo pensó dos veces y, aprovechando que tenía tiempo, disposición y buena memoria, me buscó en internet, encontró mis datos y marcó mi número.

Al principio parecía tímido, pero en realidad era abierto y mostraba confianza en su forma de ser. Me acerqué a él y le di un beso. Lo ayudé con la playera y el pantalón. Estaba flaquito. Nos sentamos en el borde de la cama y entonces me dijo que quería masajearme los pies. Resultó un maestro en eso. Sabía lo que hacía.

Besaba mis pies mientras estimulaba mi sexo con los dedos, cuando abrí los ojos, estaba tan relajada y excitada que no podía creerlo. Encontré sus ojos negrísimos instalados en mi cuerpo. Me impresionó lo apasionado de su mirada.

Miré su entrepierna. Su boxer estaba abultado. Aquello parecía una tienda de campaña. Me aproximé con cautela, casi encima de él y toqué su paquete de piedra. Lo envolví con mi palma tibia. Parecía una viga de acero. Sonrió ansioso y me besó intensamente.

Empecé a mojarme de inmediato. Su mano ya había llegado adonde tenía que llegar. Jugaba con sus dedos traviesos, insertándolos y replegándolos primero muy lentamente, pero después fue más rápido y más duro. Me desvanecía de placer. Me encantaba lo que hacía. Nuestros cuerpos colisionaron en un abrazo salvaje. En su boca, mis pezones se hicieron de piedra y mi cuello ofrecido recibió lengüetazos muy ricos.

En un santiamén la punta de su lengua recorrió mi pecho, bajó por mi vientre, bordeó mi ombligo, atravesó mi ingle y se apostó en mi clítoris, que consintió sin necesidad de palabra alguna. Me acomodé yo también para darle el cuidado oral que se merecía simultáneamente. Podía sentirlo crecer en mi paladar, extenderse y engordar como un animal vivo, creciente, palpitante. Mi botón del clímax por poco dispara la carga, pero me contuve, pues lo mejor estaba por venir. Me puso en cuatro patitas y me lo hizo de perrito, en un rinconcito de la cama. Fue una locura maravillosa. Explotó y se vació como un bestia, empujando su herramienta, inyectando su pieza enterita.

—Y tú ¿A qué te dedicas? —Le pregunté para hacer conversación. 

Recuperando el oxígeno, tirados boca arriba y en horizontal en la cama. Se apoyó en sus codos, rebuscó en sus pantalones y me alcanzó una tarjeta de presentación. Decía su nombre y abajo “fotógrafo”, a secas.

Hasta el martes

Lulú Petite

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