La de la suerte

26/11/2014 23:29 Lulú Petite Actualizada 23:29
 

La habitación   está a media luz. Esa tenue que sale de unas lámparas estratégicamente colocadas detrás  de  las cabeceras para darle un toque más romántico a estos niditos de amor de pisa y corre. Apenas se escucha ruido en la calle. Son más de las diez de la noche, la ciudad se toma un merecido respiro.

Afuera hace frío, el viento sopla anunciando ya la inminente temporada decembrina. En unos días las luces en calles y casas comenzarán a despedir el año.

Me invita a pasar.  Camino por el piso imitación duela de esa habitación en la que he estado varias veces. El motel tiene muchas habitaciones, son cinco pisos más el montonal de villas (habitaciones con garaje propio) en la planta baja, es uno de los más grandes, sin embargo, no sé si por karma o coincidencia, esta habitación me ha tocado muy a menudo y siempre he atendido a buenos clientes aquí.

Me gusta. No es que sea del todo supersticiosa, pero tengo mis mantras, amuletos y rituales. Creo que si encuentras cosas o rutinas que te dejan afirmarte en positivo o cargarte de buena vibra, te estás predisponiendo al éxito. En el peor de los casos, no hacen daño, y en el mejor traen buena suerte. Creo que el triunfo se conquista y el éxito se gana, pero no está de más ayudarle al destino, esperando que la casualidad también se ponga de tu lado. Supongo que por eso me alegra cuando, por coincidencia, me llaman para atender a alguien en esa habitación.

El cliente es un hombre amable. Tendrá unos cuarenta años, muy alto y grueso, fácil pesa unos ciento veinte kilos. Cabello corto estilo militar, manos grandes, cara redonda, sonrisa dulce. Es tan grande que no sé si voy a ponchármelo o a escalarlo. No es que sea gordo, más bien es enorme, como un ropero antiguo o un ahuehuete. Estoy cansada, vengo de atender otro compromiso.

Fue en un motel cercano con un cliente que me llama seguido. Me gusta atenderlo y es buena onda, pero siempre me deja muy cansada, hace el amor con mucha intensidad y tarda en venirse. Yo prefiero el sexo con más ternura y soy de orgasmos rápidos, así que el sexo pesado termina moliéndome.

Cuando veo al nuevo cliente, enorme como montaña, siento escalofríos. Mi cuerpecito no está como para otra sesión de sexo rudo ¡Lo siento! No me puse Petite por francesa, sino por chiquita. Un gigante a mí me rompe. Cierro los ojos esperando que, al menos, no tenga el pito así de grande. Respiro profundo y le pido que me dé un minuto, para pasar al baño.

Tenía que lavarme los dientes, pero también recuperar el ánimo. Hay que atender a un cliente y él va a pagar por pasársela bien, no es cosa de él si es el primer palo del día o si recién bajé del guayabo, igual está comprando tiempo de calidad y es lo que debo darle.

Salgo, con una sonrisa tímida, pero seductora. Mi cuerpo es frágil y lo sé. Me acerco a él y me pongo a su disposición.

Miro sus manos enormes, moviéndose hacia mi cuerpo, desabotonar mi blusa. Veo mis senos asomarse y cómo van surgiendo mis pezones que, al sentir el tacto de aquel hombre, reaccionan y se endurecen, como un par de frutas maduras. Sonríe y me besa los labios.

Me veo en el espejo cuando mis dedos buscan su pecho y bajan hasta la hebilla de su cinturón intentando zafarla. Él sonríe y jala el cuero de su cinto, se baja la cremallera, mete su mano y, sin dejar de mirarme a los ojos, saca su miembro ya erecto. El peso de sus pupilas es como un reto.

No le quito la mirada de los ojos, pero con la mano busco su sexo. Es grande, pero dentro del rango de lo aceptable. No es gigantesco, como hubiera imaginado en ese titán.

Detrás de nosotros está la cama. Me sigue besando, baja sus manos por mi espalda y las pone firmes en mis nalgas, aprieta y me levanta del suelo con mucha facilidad. Me toma por sorpresa y siento un temblor en el cuerpo parecido a la emoción, como cuando vas por una bajada súbita en la montaña rusa.

Me lleva flotando hasta la cama y me deposita en ella con tanta suavidad como si temiera romperme. Se desnuda frente a mí y sigue con los besos, mientras termina de quitarme la ropa. Lo hace con sensualidad, disfrutando con besos y caricias cada espacio cedido a la desnudez. Él mismo toma un condón de la mesa de noche, se lo pone y, tomándome por debajo de los muslos me levanta y me ensarta de una estocada.

Me estremezco. Siento en todo mi ser el delicioso tormento de su intromisión, de su sexo llenándome y haciéndome volar. Se mueve entrando y saliendo, con la furia de la marea alta, en su cara se dibuja una sonrisa tierna mientras me tiene sometida, penetrada, gozosa. De pronto un temblor me llena, siento el orgasmo crecer como una inundación, grito al mismo tiempo que él se convulsiona llenando el condón, cambiando la sonrisa por un gesto de inminente placer, de perdición. 

Me mira a los ojos después del orgasmo, sonriendo de nuevo, sin sacármela. Le devuelvo la sonrisa y pienso: Sin duda ésta es mi habitación favorita. La de la suerte.

 

 

Hasta el martes.

Lulú Petite

 

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