Me mete... su camisa

Sexo 26/04/2016 05:00 Lulú Petite Actualizada 17:24
 

Querido diario: En el techo hay un plafón y dentro se distingue la silueta inconfundible de un condón. A alguien le pareció buena idea deshacerse del globito en un lugar donde no limpian a menudo. La del plafón es la única luz en la habitación. A Frank le gusta hacerlo con iluminación tenue. A mí también me gustan las luces bajas, son más sensuales.

Frank y yo aún estamos algo acalorados por el revolcón que nos acabamos de dedicar. Él es robusto, fortachón y chaparro. Parece un tanque de guerra, tipo obrero de la construcción, leñador, herrero o alguien que hace trabajo pesado, pero en realidad se dedica a las tecnologías de la comunicación y tiene el corazón más dulce que un terrón de azúcar. Según sé, es algo así como un genio, por su inteligencia y porque concede deseos, de esos cuando necesitas un sistema de comunicación complejo, él sabe cómo hacerlo.

Sé que es talentoso y que le va muy bien en la vida, aunque él mismo se esfuerza por no aparentarlo. Es, por decirlo de alguna forma, reservado con los detalles sobre sí mismo, muestra una cara armoniosa y distante al mismo tiempo. Es de esos sujetos que no andan por la vida presumiendo lo que tienen ni lo que son, pero que se les nota. De todas las veces que nos hemos visto, me parece que siempre ha llevado puesta la misma camisa. O a lo mejor es uno de esos hombres que se compran la misma prenda de ropa una y otra vez para no perder tiempo en decidir qué ponerse. Lo cierto es que siempre lleva una camisa azul de mangas largas. De buena marca, bonita y de un azul perfecto.

Le resto importancia al condón en el techo y miro el suelo, donde noto que la memorable camisa azul reposa de brazos abiertos como un borracho en la playa. Me apoyo en mis codos, veo a Frank, quien mantiene sus ojos cerrados, y me humedezco los labios con un sorbo de agua. Me levanto, recojo la camisa y la extiendo ante mí para verla mejor. En mis manos luce enorme. Huele divina, ligeramente a sudor y perfume. Es un aroma que me agrada. Me parece tan viril y excitante como sentir la respiración de un amante en la nuca. Un escalofrío recorre mi cuerpo desnudo. Mi piel se eriza al instante por el frío acondicionado de la habitación y la frescura de la noche chilanga. Hundo la nariz en la tela. Es suave y fina, y me caliento todita al respirar su esencia. Paso las puntas de mis dedos por los botones. Percibo su dureza circular, su consistencia plástica y material, sólida como dientes pequeñitos.

De pronto Frank abre los ojos y me encuentra inmersa y a punto de complicar las cosas con su camisa.

—Póntela —dice.

Su voz es ligera y estridente, tal cual es su personalidad.

Obedezco su orden con la pausa y el ritmo que exige el momento. Estoy de pie junto a la cama, expuesta como una estatua. Entrecruzo mis piernas y me contraigo con la espalda arqueada. Él se acomoda de medio lado para ver mejor y apoya su cabeza en la palma de su mano.

—Perfecto, continúa —prosigue Frank tocándose y calcinándome con su mirada penetrante.

Me muerdo el labio inferior y lo miro fijamente mientras introduzco los brazos en aquella camisa inmensa. Abarca mis hombros como una capa. Su camisa me abraza, me cubre. Es una sensación reconfortante. Comienzo a abotonarla poco a poco, de arriba hacia abajo.

—¿Sabes por qué las camisas de las mujeres tienen los botones del lado izquierdo? —pregunta con una intención que adivino como una antesala.

Hago un no con la cabeza. Dejo los tres últimos botones sueltos. Un escote amplio en v promete mis senos, pecho, cuello. Me recojo el cabello hacia atrás y extiendo los brazos para que me vea bien.

—A las mujeres nobles las vestían sus camareras. Era más fácil así —sigue él, incorporándose en el borde de la cama. No sé de dónde saca ese tipo de datos mamones.

Sus pies no tocan el piso, pero su pene erecto apunta hacia el condón del techo.

—Date la vuelta —pide.

Me doy la vuelta y levanto las pompas, cubiertas por la camisa. Él estira la mano y acaricia. Levanta la tela de la camisa y descubre mi sexo rozándolo con los dedos. Yo me estremezco y me inclino hacia atrás. Me ubico entre sus piernas y desciendo mi cuerpo para encontrarme con aquella dureza fálica. Me restriego gimiendo y exhalando, sintiendo el palpitar de su miembro. Se enfunda rápidamente y me clava la cabeza, luego el tallo, hasta el fondo.

Sus manos entran por debajo de la camisa y ascienden por mi cintura. Se aferra a mis pezones y afinca su ingle en mi cadera. Así, tomada por detrás, pero al mando, puedo moverme a mi antojo. Me lame la oreja y gime, bajito, en la cúspide de su eminente eyaculación. Lo siento bombear, a chorros, pulsar como un motor carnoso entre las paredes de mi vagina, que se humedece cándidamente. Me rodea con sus brazos robustos y cortos. Me aprieta muy fuerte. Es como un doble abrazo. El de él y el de su camisa.

Hasta el jueves

Lulú Petite

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