Con puro sexo

Sexo 23/11/2017 05:18 Lulú Petite Actualizada 05:23
 

Querido diario: Quizá algunos piensen que es ser mamila, pero hay algunos temas que no me gustan para broma. Hace unos días, como preparando algún chiste pícaro con mi respuesta, alguien me preguntó: Si tuviera que suceder ¿Qué sentido preferirías perder? Vista, tacto, gusto, olfato, oído… En principio no supe qué responder. No es una decisión que alguien pueda tomar, perder una capacidad no es una elección, son otras cosas lo que las condicionan.

He tenido clientes con diferentes discapacidades, supongo que por ellos y por la simpatía que me provocan, es un tema que trato de tomar sin solemnidad, pero con respeto. He conocido a gente que se sobrepone a las dificultades que les presenta su discapacidad: ciegos, sordos o con problemas motrices, entre otros. Sé que, en esas circunstancias, se debe tener mucha fuerza de voluntad para desarrollar una vida normal y plena, especialmente cuando la mayoría no estamos preparados para integrarlos, eliminando las barreras que les impone su discapacidad.

Ernesto es sordo. Bueno, casi. No escucha del todo. Según me ha explicado, oye ecos difusos, como si le hablaran siempre desde un lugar muy lejano. Usa un aparatito y ha aprendido a leer los labios. De cualquier modo hay que hablarle alto y procurar que entienda. Hace algunos años tuvo un accidente y, desde entonces, su audición fue desapareciendo.

Nos vimos esta tarde. Toqué la puerta, quizá demasiado suave y esperé. Luego recordé y di un fuerte manazo, para que sintiera la vibración. Abrió de inmediato. No lo veía desde principios de año, pero seguía idéntico. Es un hombre macizo con brazos fuertes, espalda ancha y prominente torso. No es gordo, sino enorme, todo en él es ancho.

Entré y le di un beso en la boca. Él me tomó por la cintura y me miró a los ojos. Estaba animado y se veía que traía ganas acumuladas. Nos acostamos y nos abrazamos entre caricias y arrumacos. Escurrí mis manos en su camisa y las deslicé en su pecho, en sus hombros, en su cuello. Él hizo lo propio y fue dejando rastros de caricias suaves en mi cadera, en mis senos, en mi espalda. Sin prisas, me fue desvistiendo, quitando capas de ropa como si fuera un regalo de cumpleaños. Pronto sus labios se convirtieron en una flama que quemaba mi piel y su cuerpo encendía mis sentidos. Nos devoramos como desesperados, gimiendo y deseándonos mientras le puse el condón.

Sus dedos arañaban con sutileza mi piel, mientras su entrepierna se iba encajando, poco a poco en mi umbral. Me aferré a su espalda y enrollé mis piernas en torno de su cintura.

Ernesto me tomó por las muñecas y estiró mis manos por encima de mi cabeza, empujando su cadera con gusto, una y otra vez. Su aliento tibio en mi cuello hacía que mi piel se pusiera chinita. El roce de nuestros pechos, el rechinar de la cama, el placer que me causaba su forma de menearse en mí. Lo sentía caliente y muy dentro, palpitando en mis entrañas como un taladro  creciendo cada que me lo metía.

Entonces alzó su torso y empezó a moverse más duro, haciéndome delirar. Empapada, apreté mis manos contra las suyas y comencé a gritarle instrucciones: le pedí a gritos que no parara, gimiendo y aguantándome lo más que podía con los labios mordidos. Rebotábamos sobre el colchón, hundiéndonos precipitadamente en el momento caótico que nos estremecería por completo, ahogándonos en nuestro propio deleite.

 

Cerré los ojos, tensé los músculos y me tragué mi respiración cuando sentí que Ernesto, encajando su cadera en mí, duro cual roble, se desperdigaba en vida, temblando, como si se le escurriera todo. Sus gemidos se convirtieron en un desahogo liberador.

Sobre mí, apoyando su cabeza en mi pecho, permaneció tranquilo, acariciando levemente mis piernas con sus pies. Vi su rostro en un espejo junto a la cama y lo encontré apacible y relajado. Enterré mis dedos en su cabellera y le hice cariñitos hasta que, tras un buen rato de quietud, volvió en sí.

—¿Te gustó? —pregunté dándole la cara y alzando un poco la voz.

Se estiró y tomó del buró su aparato de audición. ¿En qué momento se lo había quitado?, pensé. No cabe duda que el sexo es el lenguaje universal.

Repetí mi pregunta y simplemente sonrió. Se veía contento, pero siguió en silencio, mirando el techo con expresión complacida.

—¿Qué sentido preferirías perder? —Recordé que me preguntaron hace algunos días. Me quedé tan seria que, el interrogador, trató de salvar la broma: —Supongo que no será el sentido del humor —dijo.

-Me conformo con no perder el sentido común —respondí, cambiando el tema. Si no vivo en sus zapatos, no voy a jugar a ponerme en su lugar.

Hasta el martes, Lulú Petite

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