“La ducha” Por Lulú Petite

23/09/2014 03:00 Lulú Petite Actualizada 23:04
 

Él es un hombre serio. De mirada profunda, cara redonda, cejas negras y densas, cabello blanco y escaso. No es gordo, pero tiene complexión robusta. Sus manos son grandes y gruesas, sus brazos fuertes y tupidos de vellos blancos. Tiene la espalda ancha y maciza. No es un hombre viejo, tendrá unos 50 y tantos años, pero su calvicie y tantas canas lo hacen parecer a primera vista bastante más grande de lo que en realidad es.

Me recibió con mucha cortesía. Vestido de traje, todavía con la corbata puesta. Olía bien y su aliento era fresco, dos de los primeros detalles que se agradecen a un cliente sexual. Me dijo que el dinero estaba en el tocador y me pidió que lo guardara. Allí estaban perfectamente acomodados junto a las botellitas de agua los billetes acordados como pago por el servicio.

“No vengo a hacer el amor”, me advirtió con seriedad de juez cívico en cuanto me vio guardar el dinero, como para prevenir cualquier intento mío para pasar a lo que generalmente es mi trabajo. Me detuve en seco, antes de tratar de besarlo. En estos casos es importante primero escuchar qué es lo que quiere el cliente.

Yo no tengo inconveniente, mi servicio es de compañía y se paga por hora. Si en esa hora el cliente quiere coger, platicar, ver televisión o contarme chistes, es cosa de él. Desde luego la mayoría se va por una combinación razonable entre la primera y la segunda opción: pican y platican. Pero si alguien no trae ganas de meterse a la cama, quién soy yo para andar de pervertidora de mayores.

“Sólo quiero verte”, aclaró y me explicó, con algunos rodeos, que solamente quería verme duchar. Para ser más exacta, quería ver que me masturbara bajo la regadera. Está bien, hay gente que tiene fetiches, mientras no impliquen cosas que a mí no me gusten, estoy encantada de complacer a un cliente, no son necesarias las explicaciones.

El motel en el que me citó se distingue porque sus bañeras tienen cristales polarizados, de modo que si enciendes la luz desde dentro, para ti es un espejo, pero para quien está en la habitación, al otro lado, es un cristal perfectamente transparente. Digamos que tiene su encanto bañarse en una vitrina y estar expuesta a la observación lujuriosa de alguien. Apagó las luces, de modo que la única encendida fuera la de la bañera.

Comencé a bañarme fingiendo, incluso para mí, que estaba completamente sola; apenas alcanzaba a ver su silueta tras el cristal, sentado en un sillón observándome en silencio. Sonreí y seguí duchándome, poniéndome de frente para dejarle ver un poco más. Con el jabón en la mano recorrí todo mi cuerpo exagerando mis movimientos. Cerré los ojos y toqué cada rincón de mi anatomía con los movimientos más eróticos que podía. Quería que estuviera contento y darle gusto a su fantasía.

Me tallé el cuerpo con firmeza hasta que la espuma me cubrió toda; luego llevé las manos a mis muslos, mis piernas, mis nalgas, mi ombligo, mis pezones —que se endurecían al tacto—, mi cuello,  mi nuca, con los ojos entrecerrados, gimiendo suavemente, con la cabeza hacia el agua, sintiendo las gotas golpearme la cara y presentándome a mi cliente en la actitud más provocativa que me era posible.

He de admitir que la sensación de ser vista me hizo imaginar que no  era uno, sino muchos quienes me veían, un público atento a mis movimientos, a mis desafíos, a esa lujuria que estaba tratando de ofrecer. Me sentía tan excitada que, imaginándome desnuda a mitad del estadio Azteca o si me supiera sola bajo la regadera, igual me habría abandonado al placer por el puro gusto de sentir el deseo caminándome por las venas.

Al sentir sus ojos, invisibles entre las sombras, quise tenerlo, ir con él y pedirle que me hiciera suya, pero me excitaba más saberlo allí, en ningún lado, mirándome.

Con el cuerpo empapado metí mis manos entre los muslos y comencé a acariciarme. Como si estuviera en casa, me mordí el labio, me toqué de la forma en que me gusta y busqué en la cima de mi pubis el botón con el que fabrico mis placeres. Sentí el agua tibia mezclarse con mi lubricación, sentí cómo la sangre me ardía, me temblaban las rodillas y se me enrojecía la piel. Moví mis dedos sobre mi piel, me metí uno y sentí el agua de la regadera colarse por mi vulva y lavarme dentro; metí otro dedo y seguí tocándome, sin dejar de imaginarme ante un público invisible de ojos perversos, que acariciaban potentes erecciones inspirados por mi danza bajo la ducha.

Y allí estaba él, ya con la vista calibrada a mi luz y sus sombras, distinguía con más claridad sus formas en el sillón, con el pantalón abierto y el miembro bien parado, acariciándolo mientras me miraba en silencio.

Entonces lo oí gemir e imaginé cómo brincaba de su sexo un chorro caliente de semen que hacía una curva para caer en la alfombra. Yo ya estaba muy inspirada como para detenerme, así que con mis dedos dedicados entre mis piernas no me costó el mayor esfuerzo conseguir esa explosión de los sentidos que te acerca un poquito al cielo.

Salí envuelta en la toalla y lo encontré, con una media sonrisa, limpiando su batidillo. Tiró a la basura el pañuelo desechable, se acomodó los calzones y el pantalón y se puso de pie.

“Ha sido un placer”, dijo esquivando mi mirada. Luego recapacitó y, viéndome fijamente a los ojos, agregó: “No puedo quedarme”. Se acomodó la corbata, se alineó el traje, se miró en el espejo y regresó a darme un beso en la comisura de los labios. Luego tomó su cartera, me entregó una generosa propina extra y, después de prometer que me iba a llamar, se fue como si estuviera escapando.

A veces pasa que, ya lo he dicho, para la mayoría después del orgasmo viene la calma; para otros, la culpa. Igual, fue delicioso.

Hasta el jueves 

Lulú Petite 

 

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