“Salvavidas”, por Lulú Petite

21/05/2015 05:00 Lulú Petite Actualizada 09:35
 

Querido diario: Vaya. Pues por naturaleza soy del tipo pasional. No es que ande por el mundo con los calzoncitos mojados, pero me dejo llevar. Que la sangre corra y caliente las venas. Después de todo, mientras no se demuestre lo contrario, vida sólo tenemos una y debemos aprovechar todo el tiempo que tengamos disponible.

Claro, la calentura de hombres y mujeres es distinta. De eso, de hecho, depende mi negocio. A veces, cuando un hombre tiene ganas (de esas ganas que no se calman más que exorcizando el deseo en el cuerpo de una chica), llama a una profesional. Se ponen de acuerdo y se ven en un motel. Así funciona generalmente mi changarro.

 Sin embargo, hay caballeros cuyas ganas son tantas que, antes de ponerse de acuerdo con alguien, se van directo al motel y ya instalados comienzan a buscar con quién ‘sacarse al chamuco’. Generalmente traen a alguien en mente. Alguna chica que vieron anunciada en internet o alguna con quien ya han estado. El problema de no avisar ni ponerse de acuerdo con la gentil prestadora de servicios (por decirlo decentemente) es que corren el riesgo de encontrarnos ocupadas o de, simplemente, no encontrarnos. Lo triste en esos casos es que para el cliente empieza un rato de frustración.

 Probablemente, buscará en internet de su celular otras opciones que le llenen la pupila. Llamará a otras chicas, quizá alguna le diga que sí, pero no es fácil. Si él ya está instalado tendrá que esperar más de la cuenta: En lo que la chava se prepara, se pone linda y llega al motel, él tendrá que esperar y lo que urge, urge. Él necesita ‘sacarse el veneno’ ya, no dentro de hora y media. Con todo y frustración tiene que hacerse a la idea: se saca a mano la calentura o tiene que esperar a que llegue la chica que le dé el sí.

 Eso, claro, a menos que se te aparezca una salvavidas. Si tienes suerte, en la mayoría de los moteles de prestigio, de cuando en cuando, como una aparición, te puede sorprender en el pasillo el caminar contoneado sobre tacones altos, cabellera perfumada y falda a flor de nalga de alguna dama de servicio que, terminando un compromiso esté a punto de regresar a su vida cotidiana. Si tiene las agallas (los ‘bachocos’) para preguntar y arriesgarse a que, con una cachetada, le responda “no soy de esas”, puede ser que nuestro calenturiento cliente casi frustrado logre pescar, más por suerte que destreza, una mariposa que haga el quite y le saque la pasión que lo llevó a semejante predicamento.

 Así te conocí. Yo iba rumbo al elevador, tú me viste desde el pasillo. Nuestras miradas se cruzaron y sonreíste, pero no dijiste nada. Seguí caminando y oprimí el botón. Poco antes de que abriera la puerta del elevador, estabas detrás de mí.

 —Disculpa —dijiste.

—¿Sí?

—¿Tú eres…? —sabía por dónde ibas, pero me pareció gracioso que te trabaras, así que te dejé buscar la palabra. —¿Tú trabajas? —soltaste como si fuera la mejor manera de plantear la pregunta sin riesgos. La puerta se abrió cuando te contesté que sí y te dije los detalles del servicio. Qué se vale, qué no se vale, cuánto cuesta la hora. Una sonrisa iluminó tu rostro cuando la puerta del elevador se cerró detrás de mí. Te seguí a tu habitación.

 Cuando pasé intentaste arreglar un poco la habitación. Llevabas un rato allí y, después de la frustración tras el intento fallido, la televisión estaba encendida en un documental de pinta aburrido, la cama desarreglada y tú teléfono a un lado de la almohada. Me miraste con detenimiento y ganas de besarme. Sólo pensarlo te excitaba. Sacaste tu cartera, me pagaste lo acordado a un lado del elevador, me tomaste de la mano, me abrazaste y me diste un beso. Besas bien, fue un beso dulce, nuestras lenguas jugaron. Me senté en tu cama, tú a mi lado y seguiste besándome, pasaste tu mano de mi abdomen a mis pechos, te detuviste jugando con ellos. Me gustó.

 Sin dejar de regalarme tus labios, me tumbaste en la cama y, acariciando con suavidad mis piernas, me subiste lentamente el vestido hasta llegar a mi lencería. Gemí. Me provocaste sensaciones muy placenteras. Eres bueno con las manos. Tu beso desbordó esa pasión que tenías contenida, como un toro de rodeo, encerrado en el corral, a punto de salir a hacer explotar toda su energía. Besas bien y tus caricias me fueron poniendo cada vez más deseosa.

 Te toqué y sentí tu hombría enorme abultarse bajo el pantalón. Te ayudé a quitarte la camisa y nos seguimos besando. Me bajaste el cierre del vestido y mientras me lo quitabas, desde atrás, me besaste el cuello, acariciaste el contorno de mis brazos. El vestido cayó al piso y tú me diste la vuelta, regresamos a la cama, me besaste el cuello y fuiste bajando hasta mis pezones. Los lamiste y apretaste entre tus labios. Sentí tu boca y me provocaste un escalofrío. Fue delicioso. Gemí de nuevo.

 Bajaste un poco más y te detuviste en mi sexo. Me quitaste la lencería y me lamiste las ingles, tu lengua recogió el jugo de mi lubricación, me saboreaste. Pusiste mis piernas en tus hombros y me comiste el sexo. Me pagaste una hora, pero me quedé contigo más. Me despedí contenta, fue una experiencia deliciosa.

 Un beso

Lulú Petite

 

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