Se consuela con sexo

Sexo 19/04/2016 05:00 Lulú Petite Actualizada 17:25
 

Querido diario:  En México, tierra de hombres feos, fuertes, formales y, sobre todo, que no lloran, las lágrimas corren por las mejillas masculinas más a menudo de lo que pensamos. He atendido a más de uno que en la intimidad de las confidencias dejan fluir los lagrimones. Supongo que en eso las putas tenemos nuestro poquito de terapeutas. En la cama los hombres se abren, e igual dejan salir sus pasiones que sus desconciertos y, a veces, lloran.

Pero a veces llorar es bueno y necesario. Ayuda a limpiarte el alma. El sábado me habló Raúl, un cliente a quien conocí prendido en llanto. Fue hace un par de años. Es un eslabón parrandero de una larga estirpe de gente relacionada con el poder y al dinero. Una buena persona: amable, generoso, cariñoso, caballeroso, pero con un gusto irrefrenable por los placeres de la carne. Contrata prostitutas muy a menudo, al menos una por semana. Dice que el nuestro no será mutuo, pero al menos es un amor sincero. Él quiere coger, y nosotras cobrar, nadie engaña a nadie.

Cuando nos conocimos llevaba días dilapidando un dineral en alcohol, sexo y otros demonios. Hizo base en un motel, se abasteció de buen chupe y comenzó a llamar a todas las escorts del directorio para que le vendiéramos ratos de compañía.

Cuando llegué, su habitación era un desastre. No trabajo con clientes alcoholizados. Son imposibles. Se ponen necios, quieren que tomes con ellos, son bruscos y ansiosos; muchas veces no se les para, se desesperan y se pueden poner violentos. Es preferible cortar por lo sano, no correr el riesgo, dar media vuelta y a otra cosa mariposa. Cuando vi a Raúl, perdido en alcohol y entre cadáveres de botellas y nicotina, supe que no cogería con él.

Se lo dije y me despedí terminante. Di media vuelta y, cuando di el primer paso rumbo al elevador, él comenzó a llorar. Apenas volteé, se le salieron dos lagrimotas gordas que empaparon sus pómulos. Sentí que me derretía. Es de lo más incómodo ver a un hombre quebrarse.

Me contó entre sollozos que hacía unos días se iba a casar con una tal Rebeca, la chica a quien consideraba el amor de su vida. Ya frente al altar, ella caminó medio pasillo hasta que de pronto se paró en seco, se dio media vuelta balbuceando algo y se salió corriendo por la puerta de la iglesia ante la mirada atónita de todos.

Resultó que ella estaba tan enamorada como él, pero de alguien más que no le correspondía. Se iba a casar por despecho, no por amor, pero no pudo con la presión mientras caminaba hacia la lapidaria pregunta: “¿Acepta a este hombre por el resto de sus días?”.

Esa misma noche, Raúl se perdió entre copas y al día siguiente se apertrechó en aquel motel y comenzó a llamar una chica tras otra. Ya varías lo habían rechazado cuando explotó en llanto conmigo. Platicamos largo y tendido. No hicimos el amor ni le cobré, pero cuando terminamos de charlar se metió a la ducha y terminó de destilar su desengaño entre alcohol, mujeres y excesos.

Eso lo supe casi un mes después, cuando, sobrio, me volvió a llamar y me contó el desenlace. A Raúl, aquel plantón lo cambió. Renunció a la idea del amor y decidió vivir para el placer. Desde entonces se hizo un cliente asiduo de estos servicios.

Me llamó ayer. Apretaba mis senos. Se quedó viendo mis areolas, como hipnotizado por mis pezones erectos.

—¿En qué piensas? —le pregunté acercando mi abdomen desnudo a su cara.

Plantó su cara en mi vientre, justo por encima del ombligo, y no respondió. Inhaló con fuerza y cerró los ojos aguados y temblorosos. El rastro de su barba me hizo unas cosquillitas que me arrancaron un suspiro. Hundí los dedos en su cabello y dejé que mi excitación se transmitiera a él, con un suspiro. Lo ayudé a desnudarse y le puse el condón con la boca.

Se puso de pie y de un zarpazo me lanzó en la cama y se colocó encima de mí. Me besó con mucha pasión, haciendo bailar su lengua con la mía. Me palpó el clítoris como si se guiara para saber por dónde entrar y, sin más prólogos, se incrustó en lo más profundo de mí.

Sus brazos me rodeaban por el cuello con suavidad. Sus besos me recorrían, cubriendo cada centímetro de mi cuerpo. Yo lo aferraba por las nalgas, haciéndolo encajarse más, trayéndolo hacia mi entrepierna, que se humedecía, calentita y suavecita, rendida a los caprichos de su miembro erecto.

Lo jalé con las piernas y sentí cómo entraba más. La sábana nos recibió divinamente como un manto de seda, sumiéndonos en nuestro sudor y aroma. Inclinó la cabeza en mi cuello y me dedicó un beso muy certero, inofensivo, lamiendo suavemente mientras se corría portentosamente.

Vi entonces en sus ojos el brillo lloroso de aquella primera noche. Supongo que fue un dolor tan hondo que se le quedó incrustado en la mirada.

¿Qué habrá pasado con Rebeca? ¿Sabrá de lo que se perdió? ¿Habrá valido la pena? No lo sé ni quise preguntar, pero esas dudas me vinieron a la cabeza mientras sentía un orgasmo intensísimo provocado por los movimientos de ese hombre que conocí llorando.

Un beso

Lulú Petite

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