De mar y cielo, Por Lulú Petite

17/09/2015 04:00 Lulú Petite Actualizada 08:40
 

QUERIDO DIARIO: Tenía años sin ver a Xavier. Lo conocí cuando acababa de empezar a trabajar en internet, recién me había independizado del Hada. Él es marinero. La mayor parte de su vida la ha pasado en los océanos y así ha podido conocer el mundo. Cuando toca tierra en México y se da la oportunidad, me llama.

Me dio gusto que lo hiciera hoy. De camino al hotel, me lo imaginé en cubierta, con la mirada puesta en la línea del horizonte, viendo tierra firme a lo lejos.

Me esperaba de pie, caminando de una esquina a otra.

—¿Estás nervioso?

—No —contestó —es que no me acostumbro a la tranquilidad del suelo.

—¿Cuánto tiempo llevabas en el mar?

Estiró la vista, buscando los datos concretos.

—Estuve seis meses, catorce días, siete horas.

Se me quedó mirando en silencio.

—Moría de ganas de verte —dijo de pronto acariciando mi cintura.

Se quitó la playera y dejó caer su pantalón. Era pura  fibra y músculos. Venas brotadas sobresalían de su cuerpo como un cableado, transportando su sangre, concentrándola en las zonas de rigor.

Besé su pecho y su vela se elevó. Me extendí y dejé que vientos favorables lo trajeran a puerto. La cama se mecía, como el lecho oceánico que nos separó durante todos estos años. Sus brazos robustos me envolvieron y su boca encontró la mía. Olía a algo orgánico, fresco, no era el perfume de las grandes tiendas, sino agua, jabón y sal. Doblamos a babor y me consiguió en la popa, gimiendo su nombre fuera de borda.

—Leven anclas —dijo provocándome un espasmo de placer.

Sus manos recorrieron mis pechos, como la brisa sobre las olas. Desde su posición, podía masajear mi clítoris. Entonces comenzó a fraguarse el tifón. La sabana se hizo un remolino, salpicándonos.

Mordí su cuello y él me levantó para ubicarme horizontalmente en la cama. Se ancló en el piso con los pies y empujó su cadera hacia el centro de mi cuerpo, acoplándose a mis formas.

—¿Así marinera? —gritaba.

—Ay, mi capitán, así— decía yo, bajito, a su oído.

Empezó entonces a apurar la marcha. Cuarenta, cincuenta, sesenta nudos y con la corriente a favor. Sus dedos se hundieron entre los míos y los apretó con fuerza. Alzó la cara y gritó con desahogo. Naufragamos por breves e intensos segundos en la inmensidad. Buen rumbo, sea como sea.

—Has cambiado —dije.

Él no dijo nada. Permanecía absorto, con la mirada puesta en el techo, como si se tratara del horizonte.

—Para bien —agregué.

Esa misma tarde atendí a otro cliente. A él no lo conocía, pero me llamó casi suplicando que lo fuera a ver pues, según me dijo, tenía poco tiempo para darse el gusto porque su vuelo salía esa misma noche.

Lo primero que vi en su habitación fue su maleta en el piso.

—Salgo a las nueve—dijo.

Resulta que el cliente es un buen tipo, un hombre de negocios que para hacerlos tiene que cruzar el charco a cada rato, pero odia volar, así que para relajarse, antes de montarse en un avión, le gusta una buena cogida.

—Voy a Shanghái —dijo—. La última vez fueron 31 horas en ese maldito aparato. Es desesperante.

Algunos se atiborran de píldoras o se ahogan en licor, pero otros se relajan con un revolcón. ¡Bien por él, mejor por mí!

—Disculpa lo improvisto, pero…

—Relájate —le dije atravesando mi índice en sus labios —Sé lo que necesitas.

Lo desnudé sin perder tiempo. Tenía la piel muy fina y suave. Tomé su mano en alto y metí dos de sus dedos en mi boca. Sin quitarle la vista, los chupé hasta la médula. Su alfil estaba en posición y listo para la acción. Me arrodillé y le coloqué el condón con la boca. Él me tomó por el cabello y me hizo ir hacia atrás y adelante. Cuando lo puse a su máxima expresión, lo empujé y cayó en la cama, con las piernas abiertas. Me le arrojé encima y me volteé como una vaquera invertida. Me despaché solita y sentí su pene entrar como un jet en el cielo de entre mis piernas.

Se aferró a mis hombros y jaló hacia él con fuerza, mientras yo me sostenía en sus rodillas. Me hizo rodar por las sábanas y me volteó de cara a él. Terminé debajo, con las piernas abiertas. Me levantó las rodillas hasta sus hombros y se afincó con todo el peso de su cuerpo. Poseso, arremetió con su centro de gravedad, inyectándome su virilidad hasta las entrañas. Me apretó las nalgas, me lamió un pezón, grité a punto del clímax. Estábamos enloquecidos.

De pronto se puso de pie y me señaló la mesa al otro lado de la habitación. Seguí sus instrucciones y caminé hasta allí. Me incliné y apoyé los codos en la mesa. Se colocó detrás de mí e hizo entrar su pala entera, de un balazo. Me hizo estremecer un buen rato, sin parar. Había algo maratónico en este polvo. Concentramos nuestra energía en prolongar el acto, con la respiración desaforada, hasta que no pudimos más.

Él desfalleció al vaciarse y hundió la cara en mi espalda arqueada.

Se duchó velozmente, mientras yo me vestía. Salió como una flecha del baño, acomodó su maleta y salimos de la habitación. Nos despedimos en el lobby. Lo vi partir rumbo al aeropuerto. No le deseé “buen viaje” porque ya me había asegurado de que así fuese.

Un beso

Lulú Petite

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