Sólo un oral

15/05/2014 03:00 Lulú Petite Actualizada 03:00
 

Querido diario: 

—¿Podría ser…? dijo, sin terminar la frase, mientras me pagaba, y le miré inquisitivamente.

—Dime.

—¿Podría ser que me hagas sólo un oral?, miré de arriba a abajo al cliente de aquella tarde. Era muy alto y flaquito, como de treinta años, con el pelo negro bien engominado y de traje. —Tengo ganas pero me falta tiempo.

—Claro que sí, cariño. Ultimadamente, si quiere que sólo le haga una mamada, le cobro y me voy así nomás de pelotas, esa sí que sería una súper mamada, pensé acordándome de un chiste, no puede evitar reírme. Él también sonrió, y se acercó a mí, rodeándome con los brazos y besándome sin decir nada más.

Olía muy bien, a desodorante y gel para después del afeitado, pero le resultaba incómodo encorvarse para llegar a donde estaba yo, así que me llevó de inmediato a la cama y caí bajo él. Me apretujaba, sin agobiarme con su peso, y me besaba el cuello con besitos cortos que me hacían cosquillas, así que me reí. Pareció gustarle mucho, porque sonrió mirándome con unos ojos brillantes en la penumbra de la habitación, que tenía las cortinas echadas sin dejar que entrara la luz del sol.

Nos besamos más profundamente, nuestras lenguas se entrecruzaban ávidamente mientras intentábamos recuperar el aliento. Su muslo caía justo entre mis piernas, y cuando aplicó presión con él, gemí. 

Sin querer prolongarlo más, se levantó para quitarse la camisa y los pantalones rápidamente, dejándolos en la silla, mientras yo aprovechaba para librarme de mis tacones y desabrocharme la blusa. Antes de que pudiera quitármela, mi cliente estaba de nuevo sobre mí, con una mano bajo mi sostén. Al notar que mi respiración se aceleraba a un ritmo desigual, me lo quitó y jugueteó con mi pezón izquierdo con el dedo, sin hacer nada más, hasta que se irguió. Yo ya estaba ansiosa por ir más allá, así que extendí las manos para bajarle el calzón, viendo ya su erección bien clarita a través de la tela.

Me detuvo dándome una palmada en la mano como si fuera una niña alzando la mano hacia un pastel, y le miré, muy confundida.

—¿No querías una buena chupada, mi amor?, mi cliente negó con la cabeza.

—Yo dije sexo oral.

—¿Y enton...?,  mi cliente me levantó la falda y noté la punta de su nariz hurgando entre mis labios... los de abajo. Reprimí un escalofrío.

—A ti.

Apartó la ropa interior y me dio un lametazo de abajo a arriba y de vuelta, y un grito se escapó de mi garganta. 

Recorrió con la lengua todos mis recovecos, despacio, como si me degustara. No era ningún maestro, pero lo hacía a conciencia y por fuerza tenía que pasar por las zonas que me hacían temblar, y vaya si lo hizo. Esperé, impaciente, a que empezara en serio... 

Me bajó la ropa interior y me hizo flexionar las rodillas, bien abierta de piernas, para tener mejor acceso. Cambió de ritmo, pasando a chuparme el clítoris con ahínco para desviarse de vez en cuando hacia abajo e introducir la puntita de la lengua. Me estaba poniendo muy nerviosa y no usaba las manos; las tenía ocupadas abajo.

Entonces sus manos subieron a mi encuentro y dejé de concentrarme en eso, porque no podía pensar en nada. Tan pronto me lamía entera como me tocaba con sus dedos, o los metía uno a uno, para curvarlos y estimular mi interior, o frotaba mi clítoris con ellos como un botón. A veces paraba de repente, sólo echándome el aliento, o peor, soplándome aire frío, y le rogaba que siguiera.

De pronto volvía a trabajar su lengua y llevaba sus manos a mis muslos o a presionar mis pezones con una vocación de terapeuta del orgasmo. Lo fue construyendo sabiamente, despacio, trabajando cada momento, cada sensación, cada flujo de sangre bombeando a mi cabeza, enrojeciéndome las mejillas, haciéndome temblar los muslos y gemir como posesa.

Cuando al fin me vine escandalosamente, con su lengua metida hasta lo más profundo, él también lo hizo, sin haberse tocado una sola vez, dejando en el piso un notable charco de semen.

Habíamos tardado más de lo planeado, así que una vez nos recuperamos se vistió deprisa y se fue dejándome en los labios la promesa de volver a llamarme, como dicen todos.

Unas horas más tarde, fui al encuentro del segundo cliente de la noche, a otro hotel, otro piso y otro cuarto, las mismas ganas de pasarla bien. Me arreglé el vestido al salir del ascensor, caminé el pasillo y, como siempre, llamé con tres golpes en la puerta: toc, toc, toc.

Me quedé anonadada cuando vi que quien me abrió la puerta esta vez era ¡el mismo cliente de antes! ¿Qué no le fue suficiente la cogida que me puso con la lengua? Estaba sorprendida y sin saber qué decir.

Hasta el martes

Lulú Petite

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