Su estreno fue fatal

Sexo 15/03/2016 05:00 Lulú Petite Actualizada 17:31
 

Querido diario: A Milton lo conozco desde hace mucho. Se la pasaba en la agencia del Hada, con dos o tres chicas, pagando tragos y derrochando alegría. Le gustaba la variedad, así que, aunque era cliente frecuente, rara vez repetía. De todas formas, lo atendí varias veces. Es un hombre serio en los negocios y divertido en la vida, dos cualidades siempre apreciables. Una de aquellas noches llevó a su hijo, un muchacho tímido, de buen ver. Cabello largo, muy delgado, poco conversador y, eso sí, tenía ojitos de ternura encapsulada. Pura inocencia. Su padre quería que lo estrenaran.

Se metió a la habitación con Iris, una chica muy hermosa, de profunda mirada azul y un magnetismo irresistible. El tipo de mujer que cualquiera quiere en su cama y, además, tan buena amante que muchos de sus clientes terminaban prendados. Pasaron unos minutos cuando el muchacho salió de la habitación, llorando, con una mancha en el pantalón y muchísima vergüenza. Iris, detrás de él, angustiada. Un asunto bastante incómodo de ver. Tanto que, después de semejante penalti fallado, Milton no volvió más a la agencia.

El asunto fue simple. Apenas lo tocó Iris, creció en el pantalón del muchacho una erección tremenda, en cuanto ella le ofreció los labios y le robó un beso, sin alcanzar siquiera a desabotonarse el pantalón, de su erección salió un chorro de leche tibia que dejó aquella mancha vergonzosa. Por más que Iris le dijo que no había problema, que podían comenzar de nuevo, cuando ella fue por una toalla para ayudarlo a limpiarse, él salió corriendo de la habitación, convirtiendo la humillación privada, en toda una escenita frente a la distinguida concurrencia del concurrido lupanar.

Nunca entendí del todo ese gusto de algunos hombres de que sus hijos se estrenen en el sexo así, en una casa de citas, pero es muy frecuente.

Milton no regresó a la agencia, pero un gusto como el suyo no es fácil de dejar. Cuando te gusta rentar ratos y tienes con qué, puedes cambiar de dispensario, pero nunca de veneno. Y como en estos rollos se viene y se va por los mismos caminitos, hace unos días no sé si por coincidencia o porque reconoció mis fotos en internet, nos volvimos a topar. Me llamó, confirmó que fuera yo y me pidió verlo en un motel. Está cambiado. Lucía cansado y con un ligero sobrepeso.

Había pasado por un divorcio de esos que te quitan la mitad de los bienes y te dejan el doble de los males. Su hijo, el del incidente aquel, terminó la Universidad y está haciendo su vida, se ven poco y, según Milton, le guarda cierto rencor, por la forma en que se dio el divorcio.

Después de conversar, largo y tendido, sobre todas esas cosas, hicimos el amor. Su boca abarcaba mis pechos y él trazaba circulitos en torno al pezón con la punta de su lengua. Yo me derretía en sus brazos. Me sentó en sus piernas y me tocó con mucha delicadeza en el punto exacto. Mi clítoris se rendía ante él. Mientras le puse el preser vativo, sus dedos se adentraron en mi hendidura, hurgando las paredes internas de mi vagina. Su respiración en mi nuca me enervaba, transmitiendo cosquilleos muy ricos por toda mi espina dorsal. Sentía crecer su pene entre mis muslos, empujando la piel con su cabeza tibia. Acariciaba mi pubis con sumo cuidado, incrementando la intensidad de su tacto a medida que me mojaba y comenzaba a perderme en mis sentidos.

Me acomodé y comencé a frotar su herramienta entre mis piernas. Esto le encantaba. Le gustaba sentir la piel de mi sexo abrirse al roce de las venas prensadas de su miembro. Saqué el lubricante de la bolsa y le apliqué una gota en la puntita.

—Hazlo despacito—gemí suplicante—. Hazlo despacito—repetí.

Así lo hizo. Comenzó a sobarlo de largo a largo, concentrando su deseo en la palma de su mano. Me acarició la espalda cuando su sexo.

Me coloqué en la cama en cuatro. Se ubicó detrás de mí, me apartó el cabello de los hombros y me besó la espalda antes de empalarme sin más postergaciones. Se transformó en una máquina de goce, empujando, sacando y metiendo, pellizcándome los pezones y dándome nalgaditas muy suaves y ricas. La cama comenzó a levantarse con cada una de sus arremetidas, que además hacían estremecer la pared.

Después de chorrearse en el condón y volver en sí, se recostó con ánimo de seguir conversando. Me dijo que había superado bien lo de su mujer, pero que le molestaba no tener la mejor relación con su hijo. Entonces tomó su celular del buró y me enseñó cómo se ve ahora aquel muchacho tímido que salió corriendo de los brazos de Iris.

No lo podía creer. Era Josué, un cliente  reciente al que he atendido ya en varias ocasiones y de quien no me pasaba por la cabeza, es el mismo muchacho de aquella noche triste con El Hada. Ya no es tímido ni precoz y es todo un semental. Nunca me habría imaginado que ya lo conocía. Qué chiquito es el mundo ¿Verdad?

Hasta el jueves

Lulú Petite

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