Van 600 calenturas

Sexo 14/07/2016 08:42 Lulú Petite Actualizada 08:42
 

Querido diario: El martes me habló al cel un hombre de voz muy ronca. Se llama Miguel, tiene aire de buena persona y tres cualidades: Es muy inteligente, huele muy rico y es de lo más tierno.

Miguel hablaba con un aire de deliciosa soberbia. Es importante acotar que mamón no era. Solamente soberbio. No sé si me explico, es de esas personas que cuidan sus palabras de modo que parece que te está hablando una enciclopedia de gramática y ortografía de la Real Academia de la Lengua. 

Es de los hombres que saben equilibrarse, que parece que tienen todo medido, calculado, premeditado. Tiene las cejotas muy peludas, una barba quijotesca bastante poblada que le cubre el mentón acentuado como un parachoques, nariz afilada, ojeras de ave nocturna y una delgadez famélica. Una coleta le juntaba bien arriba en la nuca el poco cabello que le quedaba. 

Aún así, se ve, no guapo, pero sí muy varonil. Con un estilo de hippie adinerado dedicado a gozar la vida, de productor de cine o de intelectual con mucho tiempo libre. Estaba descalzo y con los pies cruzados, apoyado ligeramente en el respaldo de uno de los sillones de la habitación, a un lado de la cama. Me miraba mientras pronunciaba sus frases con elegancia. Era un hombre adentrado en la segunda mitad de los cincuenta.

—La mejor mitad de la gran década—, dijo como si se tratara de una declaración de principios. Como tratando de dejar en claro que la vida, la vida, es chingona sólo después de que llegas al tostón.

De verdad que lucía sexy, aún con su extravagancia, su figura medio chistosa y su actitud difícil de precisar. Algo tenía de hipnótico que, si le diera por pelear con molinos, chance te daban ganas de seguirlo, de ofrecerte de escudera. Después de intercambiar algunos comentarios sin mayor importancia, me dijo que en realidad lo que le entusiasmaba de coger conmigo no era de pagar por sexo, porque para eso tenía a su pareja, una mujer dos años menor que él y que está casada con alguien “importante” (Así lo dijo).

—Yo soy el otro— explicó, encogiéndose de hombros.

Hace algunos años, Miguel se encontró con una señora. Habían sido amantes hacía 26 años seis meses y tres días. De esos romances compungidos y breves, que acaban con cada cuál haciendo su vida de la mejor manera posible. Ella fue el amor de su vida y (según él) viceversa. 

Días antes de que Miguel cumpliera los 51, la casualidad los volvió a poner frente a frente. Ella está casada, su matrimonio es sólido y conveniente, una muralla hecha de hijos, compromisos, trabajo, amistades, familia, dinero, posición. Más que un matrimonio, ella defendía un patrimonio, que no podía poner en riesgo por algo tan fugaz como el amor. Y bueno, ese romance fugaz lleva poco más de cinco años, durante los cuales Miguel busca todos los lugares y momentos posibles para amar a esa mujer hasta hacerle sentir, y sentir él mismo, cómo cada partícula de su cuerpo vibra en esos segundos placenteros que hacen de la vida algo disfrutable. Y sabe entonces que todo el amor del mundo puede caber en un orgasmo, en un gemido, en una caricia, en dos cuerpos maduros que saben lo que quieren y cómo. Que se entregan al pecado, conscientes del delito y disfrutándolo.

Se quitó el cinturón con un solo movimiento y dio tres pasos hacia la cama. Me arrimé hacia el borde del colchón y planté los pies en el suelo.

—Estoy celoso— me dijo entonces. Ella salió de viaje con su marido. Miguel no quiso saber detalles, pero decidió pagar con la misma moneda y me agarró a mí de morralla.

Usaba un calzoncillo bastante ajustado. De entrada lo tenía flácido, pero no me costó hacerlo entrar en ánimo. Palpé con su sexo. Se veía jugoso. Posé mis labios húmedos sobre la tela y transmití el calor de mi aliento a través de la fibra. Lo escuché suspirar de placer. Luego sentí su mano posándose sobre mi hombro, sobando como si no quisiera romperme, luego subiendo por mi cuello, por mi cabeza, acariciando mi cabello. Su pene se hinchaba, prensándose y estrangulándose bajo la tela. Le di besitos a los costados, donde se unen la cadera y el abdomen, apoyé mi rostro en su ombligo y aspiré su aroma. Olía a hombre en celo. Alcé la cara, metí una mano bajo su calzoncillo.

Me incliné para sacar un preservativo de la bolsa. Me miró con deseo, pero también con culpa. Su erección desapareció de volada y algo parecido a una lágrima nubló sus pupilas.

—¿Podemos platicar?— Me dijo entonces. Y seguimos hablando del amor vivido y del perdido. De que, a veces, dejar pasar puede condenarte a vivir de especular. ¿Qué habría sido? Miguel se divorció a los pocos meses de haber reencontrado el amor y, desde entonces, es feliz siendo una sombra. Lo único que le duele, son los 26 años, seis meses y tres días perdidos de luces. 

Hablamos por horas y, cuando me despedí, sentí un gusto amargo. Es bonito ver un amor así, pero es triste que no pueda vivirlo a plenitud.

Esta es mi colaboración número 600 en este diario. No puedo estar más contenta de poder llegar a tus manos y robar por un rato tus ojos e imaginación. Cada que escribo siento que estoy hablando contigo, mi confidente, mi cómplice. Un amigo mudo, que me escucha y a quien adoro. Gracias,  de verdad  por leerme.

 

600 besosLulú Petite

 

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