Historias de taxi

12/11/2015 04:00 Lulú Petite Actualizada 09:01
 

Querido diario: Don Germán tiene un taxi y, además de tomar el pasaje habitual que le avisan desde el radio o que le hace la parada (sin albur), se ha dedicado durante años a llevar y traer chicas de motel en motel. Conoció a una, le dio su teléfono y así comenzó a hacerse de una clientela de colegas que le llaman para llevarlas de sus casas o agencias a las citas moteleras.

Naturalmente, con el paso del tiempo se ha acostumbrado a recoger a mujeres despampanantes, algunas elegantes y bien vestidas, otras en ropa escasa y ajustada, con escotes, minifaldas y tacones. Argentinas, venezolanas, colombianas, brasileñas, chilenas, mexicanas.

Se suben a su taxi en un lugar relativamente cercano y las lleva a hoteles de la zona Revolución, Viaducto, la Roma o Tlalpan.

—A veces vienen platicando. Y yo pues me río y les digo que se ven guapas —dice con su voz de hombre bueno, mezclada con su risita de travieso—. Otras veces van maquillándose y hasta algunas se cambian la ropa en el taxi. La mayoría van serias, en lo suyo, mirando sus celulares. La gente ahora pasa mucho tiempo en la pantalla de sus teléfonos. A veces, cuando contestan una llamada de trabajo y dan informes en el taxi, escucho en qué consisten sus servicios y cuánto cuestan.

Pasa al estacionamiento y las deja en la puerta del motel o en la del garaje de la villa donde esté hospedado el cliente. Ellas pagan el viaje, se bajan y las mira perderse hacia la aventura con un afortunado. Siempre las mira y suspira, tan cerca de su taxi, tan lejos de su presupuesto.

Bueno, pues resulta que hace unos días don Germán me llamó para contratar mis servicios. Fue en la conversación previa al sexo cuando me contó su historia.

La semana pasada se ganó un premio de la lotería. No era gran cosa, unos miles de pesos que le sirvieron para salir de deudas, darle algunos gustos a la familia y ¿por qué no? con el poquito que le quedó darse un gusto él mismo.

Entonces me dijo de sus aventuras en el taxi, de lo mucho que se le antojaba hacer la travesura con una chica como las que llevaba y traía. Pero como no quería pedírselo a ninguna de sus clientas, por aquello de cuidar su chamba, su reputación de servicial y respetuoso, pues yo fui la ganona. Sucede que, según me dijo, siempre había querido darse un lujo conmigo, que leía religiosamente mi columna y que en estas letras imaginaba las cosas que, como yo, hacían sus clientas después de que las dejaba en la puerta del pecado. Así que, teniendo con qué y sabiendo con quién, decidió llamarme.

Yo me sentía de lo más halagada. ¿Cómo negarme?

Así que el martes, como un clavel estaba esperándome en la habitación 107 (su número de la fortuna). Iba bien vestido, con su mejor ropa. Una camisa color salmón y una chaqueta azul marino de gamuza. Él es más bien rellenito y con cara de luchador de esas que inspiran respeto, pero es muy amable y dulce.

Me abrió la puerta y me dejó entrar como todo un galán. La luz era tenue y en la tele había un canal de música.

—Me estaba poniendo cómodo —dijo.

Apagó la tele, se frotó las manos y me miró detenidamente, de pies a cabeza, con una sonrisa más tierna que lujuriosa en los labios. Se veía que sabía qué hacer, pero no cómo empezar, como que no se atrevía a romper el hielo, cruzar la frontera que él mismo había trazado entre sus pasajeras y las mujeres bellas, deseables y disponibles que, como yo, están cobrando por atenderlo.

—Luces fenomenal —dijo.

—Gracias, tú también —respondí quitándome el saco.

Me acerqué y lo rodeé con mis brazos. Sentí que su piel se erizaba y transmitía estática a través de la textura de la camisa.

Don Germán me agarró por la cintura y me apretó suavemente con sus dedos gorditos. Luego comenzó a restregar su cuerpo contra el mío y a olerme el cabello. Despojó las hebras que caían sobre mis hombros y me besó en el cuello. Su bigote me hizo cosquillas y me agité excitada.

—Quieta —susurró.

Don Germán tenía estilo.

Nos aproximamos a la cama. Nos desnudamos mutuamente mientras me comía a besos y me mordisqueaba los pezones. Comencé a temblar ante el contacto con su pecho. El metal frío de la cadena que colgaba en su pecho me flagelaba de una manera muy rica, como si me sometiera a un choque térmico.

Empalmado como estaba, duro y en firme ángulo, se colocó encima de mí. Levanté las rodillas y apoyé los talones en su pecho. Me penetró en cámara lenta, primero para tantear. Yo me agarré a la sábana a medida que iba hundiendo el acelerador. Cerré los ojos y me dejé llevar.

Y me llevó, como a sus pasajeras de ensueño, pero no de un lugar a otro, sino de una caricia tierna a un orgasmo apasionado. Me hizo rodar por el colchón, sin frenos y a toda velocidad. Yo, mansita y agitada, disfruté el viaje con don Germán.

Hasta el martes 

Lulú Petite

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