“Geppetto” Por Lulú Petite

11/09/2014 03:00 Lulú Petite Actualizada 17:55
 

Querido diario: 

Algunas personas piensan que sigo en la escuela. Bueno fuera, porque no he de negar que fueron años felices, lo cierto es que cada etapa tiene su tiempo y ese ciclo ya se cerró. Hace un buen rato terminé la licenciatura.

Seguramente por angas o por mangas, no tuve la suerte de que quienes piensan que sigo siendo estudiante, hayan leído cuando conté de mis últimos días de clases. El caso es que ya no soy una colegiala, pero todavía hay quienes me imaginan en esos trotes y algunos de mis clientes me contratan empujados por eso. Uno de la semana pasada me hizo reír al respecto.

Cuando le vi, me causó muy buena impresión. Rondando los sesenta, tenía unos ojos inteligentes, cuerpo ligeramente encorvado, espejuelos redondos, nariz grande, pantalón de vestir, camisa de manga corta, chaleco de tela, cejas pobladas, cabello desordenado y un bigotito tan blancos, que realmente era el vivo retrato de Geppetto. De verdad, era tanto el parecido, que no me habría extrañado ver por allí a Pepe Grillo o al menos una marioneta con nariz de consolador.

Me saludó con mucha amabilidad y, con cierta timidez, me comentó la razón de precisar mis servicios. Por algún motivo, la mayoría de los hombres sienten la necesidad de justificarse, supongo que en muchos casos por buscar inconscientemente aprobación, a alguien que les diga que, pese a los muchos prejuicios que hay contra la profesión mía y de mis colegas, la decisión que han tomado no está mal en ningún modo. —Anda amigo, cojamos, una cana al aire se la echa cualquiera, saca lo que te atormenta, hazme el amor, que para eso estamos aquí. No sé si esperen oír eso, pero es lo que trato de decirles, al menos con mis acciones.

El caso es que Geppetto me contó que es profesor universitario, y ahí ya empecé a intuir por dónde iba la cosa. No tardó en confirmármelo: Le comía por dentro la fantasía de hacerlo con alguna de sus alumnas. Nunca lo haría, ni se les insinuaría, a su edad, le parece fuera de todo lugar, pero las mira tan jóvenes y llenas de vida, que le llenan la cabeza de fantasías, así que si no ha de comer de ese fruto prohibido, decidió buscar de un árbol más a su alcance y, sobre todo, sin consecuencias. Así que me llamó.

Le dije que a mí podía hacerme lo que se le antojara, y los ojos se le iluminaron como focos. Me besó, y su bigote me hizo cosquillas, pero disfruté sintiendo sus manos empezar a recorrer tímidamente mi cuerpo. Le animé, colocando una sobre un seno, y jugueteó con el pezón por encima de la ropa. Profundizó en el beso y me equiparé a su nivel, presentándole batalla como mejor sabía. Sus manos fueron bajando poco a poco, paseándose sin prisa por mi espalda, mi pecho, rodeando mi cintura, palpando los huesos de mis caderas y cubriendo de punta a punta toda la superficie de mis piernas. Me resultaba estimulante saber que se la ponía dura sólo con dejarme sobar un poco.

Pegándomele, le acaricié la entrepierna a través de la tela. La tenía paradita como palo de bandera, así que le saqué los pantalones, la camisa y la ropa interior, y él me desnudó a mí. Le hice sentarse en la cama, me arrodillé en el suelo y, con cara de viciosa, le puse el preservativo y empecé a chupársela. Su cara lo dijo todo. Me afané, acariciando también los testículos, dándoles besos y lamidas de vez en cuando, y estimulando con la lengua el glande y la puntita del pene, cosa que le hacía emitir unos ruiditos muy graciosos. Jadeante, le soplé en la zona, recubierta de saliva, y gimió por el contraste de temperatura.

Cuando me detuvo para pasar a otra cosa, me puse de pie, obedeciendo enseguida, y le hice reclinarse y ponerse boca arriba en medio de la cama. Gateé hacia él y le besé, jalando un par de veces con la mano y besándole con pasión antes de colocarme sobre él a caballito y empalarme.

Me gustó la forma en que frunció el bigote cuando lo hice. Me incliné para besarle de nuevo y empecé a moverme, al principio despacito, deslizándome sin prisas arriba y abajo, disfrutando de cada roce y de cada chispazo que me daban los nervios de mi piel, excitados por el contacto. Entre gemidos, rogó que lo hiciera mejor, que le diera más duro, que le dejara sin aire y sin neuronas para pensar en otra cosa. Así que obedecí.

Cuando empecé a montarlo con todas las letras de la palabra, el profe aferró mis caderas con ambas manos, haciendo más duro cada impulso y ayudándose con sus propias caderas. Mis pechos botaban arriba y abajo, y él no podía desviar la vista de ellos, lindos pezones oscuritos y erectos cortando el aire con cada penetración. Me incliné para besarle de nuevo y crear una breve pausa, pero despachó el beso e hizo fuerza sobre mis caderas, desesperado por venirse de una vez.

Quedó tumbado boca arriba, con una sonrisa encantadora, las mejillas muy coloradas y los ojos cristalinos, como conteniendo el llanto. Fue exquisito.

 

Hasta el martes

Lulú Petite

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