“¿Seguro?” Por Lulú Petite

09/09/2014 03:00 Lulú Petite Actualizada 10:23
 

Querido diario: 

—¿Casto tú, con esa cara? no era una burla, ni tampoco un intento de cumplido. La pregunta había salido de mis labios como expresión de auténtica sorpresa. El muchacho se encogió de hombros. Eso era lo que me había contado, pero en persona nunca lo habría dicho.

Era atractivo. Bastante guapito y muy simpático además, de esos que te da la gana hacerlos amigos a penas después de los primeros minutos de conversación. Sus ojos tenían un brillo inteligente, y me había saludado con unos modales y una gracia impecables. Se veía que, pese a que se manejaba con soltura, mi presencia le ponía algo nervioso.

—¿Me das un beso, Lulú? me preguntó como quien no quiere la cosa al cabo de un ratito de charla. Sonriendo, me incliné para llevar a cabo la petición. Con un besito en la comisura de los labios, seguido por otro más centrado, fuimos atreviéndonos a más poco a poco, abriendo nuestras bocas para acoger al otro, dando caricias con la lengua, chupando, tanteando. Sin darnos cuenta, nos habíamos ido acomodando para estar más y más pegados el uno al otro. Noté su mano subiéndome por la espalda y desabrochándome el sostén bajo la blusa. Le saqué la camisa, pero le dejé hacer.

Metió las manos por debajo de la ropa y me acarició los senos con ternura, con cuidado, sin olvidar la piel de mi espalda, sensible al tacto. Cayendo los dos en la cama, me palpó el vientre bajo, sintiendo su calor, mientras yo le acariciaba el torso y me desviaba de vez en cuando para besarle la suave piel del cuello. Tenía la nuca recubierta de pelo muy fino, pelusita, muy agradable al tacto.

No sabía si ya había llegado a hacer esto con alguna otra muchacha, pero no me sorprendería, porque se le daba rematadamente bien. A veces me llaman primerizos. Son parte del negocio. En general no me gusta atenderlos, la mayoría son ansiosos y no saben hacer las cosas y hay que llevarlos para hacer la experiencia agradable para ambos. La mayoría son bruscos y precoces, así no lo disfrutan. En cambio él, aunque desde la llamada me advirtió que sería su primera vez, que era quintito, en la cama estaba demostrando una habilidad no propia de la pura intuición.

Acariciando mis piernas, rozando con las yemas de los dedos la suave piel de la cara interna de mis muslos, exploró mi entrepierna por debajo de la falda, a través de la ropa interior. Le desabroché el cierre y la liberé, ganándome un sonido de alivio por su parte, junto a mi oído.

Se irguió para terminar de quitarse la ropa, y de quitármela a mí, mientras yo intentaba robarle besos. Cuando hubo terminado, me correspondió con fuerza. Se echó sobre mí y empezó a frotarse contra mi rajita, contra mi clítoris, dándonos a los dos una fricción que volvía erráticos nuestros besos y temblorosas nuestras caricias. Me susurró que le encantaba cómo gemía, así que me aseguré de complacerle.

Estuvo listo para penetrarme muy pronto, así que, cuando le di luz verde,  pusimos entre los dos el preservativo y me penetró despacito, gozando de cada espasmo, de cada señal de placer que mandaban sus nervios.

Entonces, cuando la hubo metido toda, empezó un vaivén que casi mueve la propia cama de sitio. Me cogió completamente por sorpresa, así que se me mezclaron los sonidos de sobresalto y de placer. Me estaba dando bien duro. Había hundido la cabeza en mi cuello, y a veces me daba besos. Su pelo olía de forma maravillosa.

Empecé a sospechar que lo de la virginidad no había sido del todo cierto. Era como si tuviera práctica de sobra; sabía cuál era el ángulo en el que podía llegar más profundo, dónde me pondría a temblar, de dónde sacar la concentración para mantener ese ritmo tan constante mientras me besaba y me acariciaba los senos.

Pero lo mejor estaba por venir. Salió de mí, provocando un quejido de protesta, y me pidió que me pusiera a cuatro. Desesperada por que siguiera, obedecí de inmediato, y entonces se tendió sobre mí y volvió a penetrarme, más adentro y más duro que antes. La sorpresa vino después, mientras una de sus manos me sujetaba para que me moviera tal y como él quería, la otra fue directo a mi clítoris y empezó a estimularlo, a certeras caricias circulares y a un ritmo tan frenético como el de la cogida que me estaba dando mientras tanto.

No podía ser. Incapaz de contener ya lo que salía de mi garganta, puros segmentos inconexos de placer convertido a onda de sonido, era dolorosamente consciente de todo. Del veloz metesaca en mi vagina, de que mi clítoris se sentía como si estuviera a punto de reventar. De que se me estaba nublando la cabeza al oír sus jadeos en mi nuca.

El orgasmo me vino de forma casi dolorosa, y me habría desplomado en la cama si él no me hubiera sujetado, ya en las últimas penetraciones que también le llevaban a que se viniera de manera casi simultánea.

Caímos de lado, agotados, jadeantes como tras una maratón. Intenté levantarme, pero era demasiado pronto y me flaquearon los brazos. Desde atrás, me abrazó.

—¿Seguro que virgen? pregunté una vez más, sin aliento.

 

 

Hasta el jueves

Lulú Petite

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