¡Móntame!

Sexo 08/12/2016 12:10 Lulú Petite Actualizada 19:35
 

Querido diario: Anoche atendí a Marcelo y, nomás por mera curiosidad, me gustaría conocer a Kaiser, su caballo. Supongo que es porque de eso estuvo hablando toda la hora.

Kaiser es un corcel canelo de raza árabe, del cual Marcelo está muy orgulloso. No es un caballo pura sangre ni de esos que cuestan más que una casa, sino un animal normal, del cual él está muy encariñado. Me mostró fotos en su celular y, ciertamente, es un bonito caballo.

Estábamos cubiertos hasta la cintura con la cobija, después de haber ponchado. En una de las fotos aparece él, con un sombrero de paja tejida, junto a Kaiser. Sonará muy raro, pero ambos sonrían para la cámara. Marcelo tiene un ranchito en Michoacán. Tiene vacas, borregos, gallinas, perros y gatos, pero de entre todos sus animalitos, él prefiere a sus caballos y, de entre ellos, a su Kaiser.

Marcelo es buen amante. Una vez dicho esto, diría que además debe ser buen jinete. Paciente, elegante, apasionado y sabe transmitir lo que siente. Vive bien y cómodamente, pero lo más importante es que le gusta lo que hace. Además, dice que ama los caballos porque asegura que le salvaron la vida.

—Fui alcohólico y por poco lo echo a la borda todo —me contó—, pero caí en cuenta de mi error y recapacité. Un día, por cabalgar borracho, me tiró un cuaco. Estuve maltrecho un buen rato y odié al animal, pero entendí que un hombre no puede dominar a un caballo si antes no se domina a sí mismo. Fue cuando compré a Keiser.

Él se quedó pensativo. Puso el cel en la mesa de noche y se volteó a verme. Estábamos cara a cara, muy cerca. Sus pies acariciaban los míos debajo de la cobija.

—Para domar a un caballo o a un instinto nada mejor que la paciencia —dijo.

Vi los brochazos de cana en su cabello lacio. Entendí que el tiempo nos doma a todos. Sonreí, pacientemente esperando que las cosas pasaran.

Me miró como cuando ya no queda nada más que deseo.

—Móntame —exigió.

Nos acercamos más, hasta fundirnos en un beso con lengua. Sus manos galoparon por mi cuerpo, provocándome un bullir de sensaciones por toda la piel. Mis pezones se endurecieron entre sus dedos. Mordisqueó mi cuello, lamió mi oreja, me atrajo hacia sí, apretándome muy fuerte por la cintura.

Sentí el tumulto duro y latente entre sus piernas. Estaba listo y quería más. Yo también. Descorrí la cobija y lo encontré en pleno apogeo. Se puso de rodillas sobre el colchón y se aproximó sin desperdiciar más tiempo. Me dejé tumbar por el peso de su torso. Él sobre mí, me tomó por los tobillos y me alzó las piernas. Se puso el condón y me empujó su miembro duro, completito y hasta la raíz.

Apreté los puños en la sábana y recibí toda la fuerza de su montura. Me puso a gemir de lo rico que se sentía. Su pecho se inflaba a medida que me empujaba su miembro hirviente hasta lo más profundo de mi ser. Me agarró las tetas y aceleró su ritmo, tomándome por la rienda hacia el orgasmo. Pero no terminó ahí.

Me puso en cuatro patas y me tomó por la cintura. Pegué la cara contra la almohada y sentí la punta de su miembro cuando tocó mis labios vaginales. Me tocó el clítoris con la cabeza redondita y prensada de su macana de cuero duro y caliente.

—Mételo ya —supliqué.

Él se apoyó bien con un pie sobre el colchón y me agarró por los hombros. Empujó una vez más su pene endiablado y me atravesó de lleno, una y otra vez, sin parar. Empecé a ver manchas de color y a sentir el cuerpo ligerito, como si flotara entre las nubes.

Marcelo estaba despeinado, con los ojos fijos en mi espalda. Me gemía al oído y empujaba, y reculaba, rápida, fugazmente. Sus embestidas me hacían temblar desde los cimientos. Alcé la cara y estiré los brazos. Mis nalgas rebotaban en su ingle. La madera de la cama rechinaba y crujía con nuestro movimiento. Mi piel chochando contra su piel sonaba como a fuetazos.

De pronto, se detuvo. Se secó el sudor de la frente con el dorso del brazo y cayó rendido en la cama. Yo también estaba molida, desvaneciéndome por el esfuerzo. Me quedé boca abajo, respirando profundamente, boqueando oxígeno y removida por dentro de tanto placer.

Pero la cosa no terminó allí. De repente tenía a Marcelo otra vez encima de mí. Me dio la vuelta y se colocó encima. Apoyé los talones en su cóccix y aguanté la cogida que me estaba pegando. Lo sentía clavarse hondo, darme en el mero nervio, ahí donde todo empieza y todo termina. Mi clítoris se restregaba contra su ingle y me hacía delirar. Chorreando fluidos, terminamos fundiéndonos en un abrazo desgarrador, desesperado. Hundí la cara en su pecho. Él gritó y echó el último estirón, la llegada final, el momento que se estira por tres segundos, pero que parece eterno e irrepetible.

Desgreñados y recuperando el aliento, nos reímos por la locura que habíamos protagonizado. Yo me levanté para beber agua. Las piernas me temblaban. Marcelo se quitó el condón. Estaba por desbordarse de leche.

Un beso,

Lulú Petite

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