Sí que es chiquito...

Sexo 08/09/2016 05:00 Lulú Petite Actualizada 05:00
 

Querido diario: El lunes, Luisa, mi amiga, se quedó a dormir en mi casa. Terminó con el novio, regresó un poco borracha del truene y quería platicar. Llegó la madrugada y seguíamos en la chorcha. Me contó hasta el último detalle de cómo mandó al cuerno a su novio, lo que se hicieron, lo que se dijeron, abrió las viejas y las nuevas heridas, así que cuando le llegó el sueño y se quedó dormida en el sofá, la dejé en paz, apagué la luz y fui a hacer lo mismo a mi dormitorio.

En la mañana, muy temprano, ya estaba levantada. Es ruidosa, así que me despertó. Llevaba el cabello recogido en una cola de caballo y la cara de estar lidiando con la triple cruda del alcohol, la desvelada y el truene.

Fue directo a la cocina y se puso manos a la obra. Mientras preparaba el desayuno me acosté en el sofá, cubriéndome la cara con un cojín. La luz de la mañana me encandilaba.

Escuchaba el bullicio del sartén, la hornilla y los huevos. Siempre que está cruda se prepara huevos ahogados bien cargados de picante. Tenía que curársela temprano porque, siendo martes, en un par de horas debía estar en su oficina como nueva.

No es la primera vez ni será la última que Luisa se cure una resaca para irse a trabajar. Es de las cosas que celebro de mi oficio, no tener la obligación de despertarme a una hora determinada.

Luisa trabaja en una empresa transnacional desde hace varios años. Es buena. Comenzó muy chavita atendiendo al público en el call center al mismo tiempo que acababa su carrera. Poco a poco ha ido escalando peldaños y ahora tiene una buena posición en el corporativo. No está aún en el piso más alto, pero le va bien.

Desayunamos de prisa y Luisa salió corriendo a su departamento para bañarse, vestirse y pelearse contra el tráfico rumbo a su oficina. Tenía que apurarse más porque, como venía muy tomada, dejó su coche en el lugar de la borrachera y vino a casa en taxi, así que en otro taxi debía irse a trabajar. Cuando se fue volví a la cama y me quedé profundamente dormida.

Esa tarde atendí a Samuel. Cuando llamó quería saber qué cosas hacía, mis precios y dónde podíamos vernos. Le expliqué lo habitual. A Samuel se le escuchaba una voz muy dulce, aunque bien masculina. Le parecieron bien mis términos y quedamos en vernos en el motel que le había recomendado.

Samuel usaba pantalón de mezclilla negra, camisa de lino blanco. Era un cuarentón con pinta de travieso, pero muy práctico. No perdía tiempo. Sabía a lo que iba y lo quería cuanto antes: Se sentó en el filo de la cama y se quitó los zapatos.

Me invitó con su mano extendida a que lo acompañara. Me saqué el vestido, dispuse las cosas sobre el tocador, me solté el cabello y me senté en su regazo. Mis brazos se enrollaron en torno a su cuello, sus manos reptaron por mis piernas. Sus caricias iban al epicentro de mis sentidos. Mis rodillas temblaban entre sus palmas suaves. Manos de hombre de oficina, manos de jefe consentido.

Me palpó los labios, los de abajo, por encima de la lencería. Mi vagina se humedeció. Me relamí el paladar y lo besé. Su boca era suave. Su aliento fresco colmó mi garganta. Mis poros percibían la tersura de su tacto. Su cabello liso empezó a alborotarse. Nos besábamos con más pasión. Me apretó los pezones con pericia y empecé a derretirme en sus brazos. Sin pensarlo mucho, nos desnudamos mutuamente y empezamos a restregarnos y a devorarnos desnuditos sobre la sábana. Su cuerpo emanaba un aroma divino. Colonia cítrica, como me gustan. Nada empalagosa, muy varonil.

Se masturbaba mientras yo me estiraba por el preservativo. Era juguetón y le gustaba hacer cosquillas. No sé cómo empezó, pero nos enredamos en un forcejeo inocente e infantil.

Me lo hizo a cuatro patas y estuvo divino. Me hizo acabar tocándome el clítoris, mientras me penetraba una y otra vez.

En la noche pasé por Luisa. Quedé en recogerla y llevarla por su coche, pero como el tráfico estaba de los mil demonios por su oficina, nos metimos a un restaurante a cenar. Ella tenía cara de atropellada. Las desveladas, las crudas y las desmañanadas pegan más cuando vuelve a salir la luna.

Estábamos a mitad de nada, cuando pasó caminando rumbo a una mesa el mismísimo Samuel. Se nos quedó viendo con los ojos redondos como platos. Yo fui indiferente, sé que los clientes se ponen nerviosos cuando te encuentran en la calle porque no saben cómo reaccionar. Algunos les da miedo que los saludes, otros no saben si esperas que ellos lo hagan. Lo mejor es hacer como si no los conocieras. Lo que no me esperaba de ninguna manera era que fuera Luisa quien le sonriera y lo saludara de lejos con un movimiento la mano.

—Trabaja conmigo, creo que le gusto— Me dijo al oído cuando Samuel se fue, apurando el paso y respondiendo el saludo torpemente.

¡Caramba! Sí que es chiquito el mundo.

Hasta el martes,

Lulú Petite

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