Otra cascarita

08/04/2014 03:00 Lulú Petite Actualizada 21:54
 

Querido diario: 

Te paraste frente a mí, recién bañado y dejaste caer la toalla que rodeaba tu cintura. Sonreíste completamente desnudo. Tienes un hermoso cuerpo y eres muy divertido.

 

Te miré desde la cama, en lencería, sentada sobre mis talones, con las piernas abiertas y respondiendo tu sonrisa. Cuando diste un primer paso y miré tu sexo directamente, no pude evitar morderme el labio. Creo que fue un acto reflejo, coquetería involuntaria, apretar con mis incisivos la carne de mis labios, mientras veía fijamente el trozo que iba a meterme en ellos.

 

Te acercaste y te paraste frente a mí, con el miembro colgándote entre las piernas. Se veía muy grande y grueso para estar en reposo, puse mi mano en tu muslo, levanté un poco tu pene con el pulgar y busqué tu mirada con la mía; cuando nuestros ojos se encontraron te sonreí. Sentí el olor a jabón y la piel suave de la ducha reciente.

 

Empuñé tu sexo y lo jalé un poco sintiéndolo crecer y endurecerse en mi mano, ¡caramba! He de admitir que lo tienes precioso. De muy buen tamaño, carnoso, rosita, derechito y con una punta perfectamente simétrica. Abrí el condón y te lo puse con la boca. Comencé a chupártelo con mis ojos colgados de los tuyos, sonreíste y me clavaste una mirada en llamas, cachonda, libidinosa, salvaje. Sentí que una ráfaga de emoción me corrió por la espalda y se me clavó en las sienes.

 

Después de un rato de lamerte, me empujaste con suavidad para sacar tu miembro de mi boca, metiste un brazo bajo mi axila y el otro bajo mi rodilla y me cargaste como si no pesara; dándome un beso rodeaste la cama y me depositaste sobre la almohada. Apartaste mi cabello de los hombros, besaste mi cuello, te recostaste a un lado mío y, comiéndote mis labios, me acariciaste el vientre con suavidad, hasta deslizar tu mano bajo mi lencería. Sentí un escalofrío delicioso cuando tus dedos tibios tocaron el botón donde mi cuerpo se parte.

 

Bajaste despacio, acariciando con delicadeza el nacimiento de mi pubis, el contorno de mis labios. Recogiste mis fluidos con las yemas de tus dedos, separaste un poco mis piernas y, sin dejar de besarme con eficacia, paseaste tu índice por la pared interna de mi sexo. Pujé cuando entraste y arqueé la espalda. Fue delicioso.

 

Besaste mis senos con paciencia, lamiéndolos, saboreando poco a poco mis pezones, pellizcándolos, respirando mi perfume, metiéndote en ellos. Estiré la mano y sentí tu sexo.

 

Tus caricias despertaron en mi cuerpo toda clase de emociones, calentándome el deseo a punto de ebullición. Tu lengua experta, besándome, lamiéndome, poseyéndome. Me sentí tan tuya que me estremecí.

 

—¡Házmelo!, te supliqué cuando no pude posponer más la necesidad de sentirte dentro.

—¡Voltéate!, ordenaste sin titubear, ayudándome con una mano a ponerme boca abajo; me moviste de nuevo como si fuera yo ligera como el aire.

 

Me agarré de la almohada y, levantando un poco la cadera, para dejar a tu vista la hendidura entre mis piernas, apreté los dientes lista para recibirte. Cerré los ojos y exhalé con fuerza cuando tu miembro me embistió desapareciendo entre mis nalgas.

 

Te moviste como un salvaje, te apropiaste de mi cuerpo, te perdiste clavándome tu erección con furia. En cada acometida sentía cómo te clavabas a fondo y tus testículos golpeaban contra mi clítoris provocando mares de placer.

 

Con una mano en mi cintura y la otra aferrada a mi hombro, me retenías como si quisieras evitar que me escapara de la deliciosa empalada que me estabas propinando. Yo gemía, tú bramabas.

 

Clavé mi cara en la almohada y en tinieblas me abandoné a las sensaciones de tu perfecta sexualidad, de tu pasión, de tu condición física, de tu forma tan maravillosa de cogerme.

 

Entonces te sentí explotar entre mis piernas y abastecerme, me apretaste el hombro, te aferraste a mi cintura, te clavaste hondo y con tu cuerpo rígido, presionaste el botón que me hizo a mí también gozar un orgasmo formidable. Grité cuando en mi sangre detonó esa carga de serotonina que me llevó al paraíso.

 

Sonreí días después, cuando te vi en la tele, con tu uniforme, en pantalones cortos vistiendo la playera de tu equipo. Vi tus movimientos, tu cuerpo, tu virilidad, tu entusiasmo, esa cara de hombre viviendo un sueño, esos ojos de niño jugando en serio, esa expresión de guerrero peleando por un balón, buscando el gol. Te vi también el rostro alegre cuando al silbar el árbitro el final del partido, tu equipo había ganado. Fue un gusto conocerte, y no es un cumplido, sino la descripción de lo que en la cama me diste, un gusto. Apagué la tele sonriendo y pensando en lo mucho que me gustaría que me llames para echarnos otra cascarita.

 

Hasta el jueves

Lulú Petite 

 

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