Un beso francés

Sexo 07/11/2017 05:03 Lulú Petite Actualizada 08:12
 

Querido diario:El jueves en la mañana sonó mi cel —¿Bueno? —atendí, pero no entendí la respuesta.

—¿Bueno? —repetí.

Finalmente se aclaró el panorama y oí la voz, clarísima, de un hombre que, al hablar, cambiaba las erres y las eles por ges. Algo así como:

—Hoga ¿Eges Gugú? —preguntó.

Se llama Jean-Luc y es, como puedes imaginar, francés. Bueno, nació allá, pero se mudó hace más de 10 años a la Ciudad de México y desde entonces no se ha ido. Es buena onda y tiene algo sexy en esa pronunciación afrancesada. Quedamos de vernos.

Abrió la puerta y lo encontré con una toalla alrededor de su cintura. Tenía el cabello mojado.

—Espego que no te impogte —dijo—. Estaba tomando una ducha.

—Está bien —contesté antes de darle un beso en la boca. Me tomó por la cadera y me acompañó hasta la cama.

—No tagdo —dijo volviendo al baño.

Mientras me ponía cómoda, lo escuché cepillarse los dientes.

—Gdacias pog venig —dijo desde el baño.

—Gracias a ti, por llamar —respondí.

Apagó la luz del baño y se acercó a mí con una sonrisa malévola. Acarició mi rostro con sus dedos fríos, su piel suave y tersa, su aroma fresco. Tomé una de sus manos, lo miré fijamente y metí su índice en mi boca. Comencé a chuparlo con placer, lentamente. Acaricié su entrepierna. Sentí su pene erecto a través de la toalla. Se la desanudé y cayó al piso. Jean-Luc no es esbelto ni gordo. Es, no sé, normal, pero le cuelga entre los muslos una herramienta monumental, un pene venoso, grueso y largo, de esos que podrían tomar de molde para los consoladores más desquiciantes.

Me la puso frente a la cara y se apoyó en mis hombros mientras lo chaqueteaba. Sobó mi cuello, gimiendo. Se aproximó más y sintió mis senos. Le besé el abdomen, el pecho. Me levanté, sin dejar de masturbarlo, y le lamí el cuello, el filo de la oreja. Se aferró a mi cintura como quien espera una descarga. Estaba listo.

Cuando me penetró, clavé las uñas en su espalda y me aferré a él con la cara hundida en su pecho. Lo sentí muy adentro, caliente y tieso como una piedra volcánica. Rodamos por la cama devorándonos al ritmo de nuestra pasión desbordada. Su pene hacía estragos en mi interior, rozando mis partes sensibles, mis labios húmedos y ansiosos, abiertos para él como una flor. Cada vez que empujaba su cadera, hundiendo su miembro en mí, tocaba mi clítoris con su ingle, causándome descargas que iban acumulándose en mis nervios, juntando sensaciones que me recorrían como sus dedos en mi espalda, sus labios en mis pezones, incitándome a dejarme llevar, a derramarme en éxtasis.

Empezó a moverse más rápido y más duro, clavándome a la cama con sus embestidas. Me tomó por las muñecas y me puso los brazos en alto, sobre mi cabeza. Fue suficiente. No supe nada de mí, salvo cuando adiviné, en su cuerpo tenso y el pulso de su sexo mientras se vaciaba a borbotones.

Entrelazamos los dedos y nos quedamos así, como contemplando el vacío. Exhaustos, permanecimos abrazados, en silencio, cerca de un minuto, sin entender todavía a plenitud qué nos había pasado. Cuando volvimos al mundo Jean-Luc me besó en la boca y sentí el frescor de su aliento. Luego cerré los ojos.

Comenzamos entonces a platicar. Lo que en un principio me pareció completamente sexy, se volvió una barrera. El hombre hablaba y hablaba, como periquito descontrolado, pero no se le entendía. Tanto cambio de consonantes hacía muy difícil comprender lo que decía, me explicaba algo y me veía obligada a pedirle que hablara despacio, que lo volviera a decir.

La imposibilidad de entenderle era absoluta, al grado de que, a media conversación decidí saltar de nuevo a sus labios y comerle la boca a besos. Sólo así pude callarle la boca y comenzar a hacer con él de nuevo, esto que en cualquier idioma se entiende igual ¿Qué mejor para alguien de París, que callarlo con un buen beso francés? Y volvieron las caricias, los besos y el tacto, sus manos apretando mis pechos, su boca comiendo mis pezones, sus muslos abriendo espacio entre los míos, el olor de su pelo, el sabor de sus labios, la fuerza de sus brazos, la penetración potente y despiadada con esa herramienta enorme que se clavaba hasta mis entrañas y, después el orgasmo, frenético.

Le pregunté: —¿Qué es lo que más extrañas de Francia?

—Podeg hablag fgancés y que la gente no me pgegunte qué dije una y otga vez —respondió.

Besos, Lulú Petite

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